lunes, 29 de febrero de 2016

ALMA

Por Elizabeth Prado Arango

Fuera, una casa blanca de ventanas azules… Dentro, en la primera habitación, un sillón, ella y su gato, y Mozart sonaba desde el fondo del pasillo que conectaba el resto de la casa. La última vez que la había visto no hablamos, ni siquiera nos saludamos, sabíamos que todo había terminado y sólo nos miramos como un par de extraños, como quienes ya no se reconocen pero tienen recuerdos en común, luego de esa noche ya no pude volver a referirme a ella por su nombre; en cambio, como parte de un juego de palabras le llamé Alma, tal vez por miedo a perder lo poco de su esencia en mí, aunque tiempo después descubrí mi inútil insistencia de conservar una idea que me destruía.
 Ahora era vieja, yo también lo era, pero la vejez siempre fue algo natural en mí desde muy temprana edad, en ella no, la había recordado todos estos años como la muchacha de cabello oscuro y ondulado, de pecas, senos pequeños y piel de porcelana. Cuando entré en la casa no pronuncié palabra alguna, sólo me acerqué lentamente y entonces sentí como todo volvía a cobrar vida, desde la primera mirada indiferente en el patio de la escuela donde estudiamos, hasta nuestro intento por decirnos adiós una última vez. Entonces recordé lo que era amar, amarla a ella -una mezcla de melancolía incomprensión y egoísmo-, sin embargo también sentí como el efecto mismo del tiempo y de la vida habían borrado todo rastro del amor que un día sentí que me brindó, y dentro, me revolcaba en una culpa sin explicación razonable ante los ojos de cualquiera, pero sabía que ese sentimiento se debía al hecho de haber dejado escaparla, y sólo conformarme con una idea, aquella que representaba el ideal del amor.
– No sabes cuánto te he extrañado, te busqué por toda la ciudad varios años y nadie nunca me dio razón de ti. ¡Dios! Casi no te reconozco, tal vez en la calle nunca lo hubiera podido hacer –Alcancé a decir estas palabras con cierto entusiasmo.
–Mucho gusto, mi nombre es Alma– Me detuvo y me miró fijamente con esos ojos pequeños y profundos.

Y nuestras vidas pasaron delante de nuestros ojos y comenzó llover en aquella habitación.

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