martes, 23 de febrero de 2016

NUESTRO OTOÑO

Por Álvaro Diego Bedoya

Lo único con lo que solíamos soñar quienes vivíamos entonces era con el pueblo de la ficción, y nos dábamos cuenta cada día que pasaba, mientras veíamos al mundo agonizar, que nosotros éramos la realidad que no solía ser, fuimos el destino de la madrugada lejana que se contaba cada hora en que no existíamos, y siempre tuvimos la certeza de que nuestro mundo macilento era de lejos aquel lugar remoto tocado por los mistrales que viajaban del otro lado del gran mar. Mientras el mundo se olvidaba de sí mismo, mientras las flores olvidaban florecer, el agua olvidaba correr y las aves se olvidaban de volver, empezamos a desear de nuevo sentir el relente de nuestra memoria, porque la empezamos a silenciar, y ya no podíamos recordar, ya no podíamos pensar, ya no podíamos culparnos, porque la conciencia nos fue acallada hace tanto diciéndonos que es mejor vivir así porque uno no tiene que preocuparse sino de su vida, y sí que fue cierto porque vivíamos en el insomne sueño de los portales y los balcones, y sólo veíamos como los cauces arrastraban el polvo lunar de la noches de su fin, y sólo sentíamos que el mundo se hacía más cálido a cada segundo, tratando de gritarnos por ayuda, y sólo veíamos como el calicanto de las paredes exhalaba el resuello de serrín que cubría al mundo en la bruma de una ilusión y pesadilla. Fue sólo cuando los colibríes no regresaron jamás, cuando las últimas ranas nos dieron la sonata de la muerte, que empezamos a apreciarnos al espejo una vez más porque ya no teníamos agua en la cual vernos, ya no había nada que pensar porque sabíamos que el día estaba condenado, y no nos resistimos, así debía ser, pero nunca dejamos de pensar que lo único que queríamos era salir de esa pesadilla, de ese cuento de desilusión, ser reales al fin después de tanto, librarnos de la mente psicópata de nosotros mismos antes de las ojeras de nuestro insomnio, cuando todo era anónimo y nada era de nadie, volver a vivir los días que no eran iguales nunca, los vientos que traían y se llevaban al sol por el cielo de arcoíris, y cuando vimos el último recuerdo que el pueblo se detuvo por una hora, mirando al cielo con los ojos cristalizados de temor, supimos que todo había por fin acabado, que el tiempo se había detenido, que el mundo ya sería el mismo por siempre y para siempre y miramos alrededor como sería la eternidad, como cada cosa estaba condenada a permanecer por siempre donde estaba, como sería lo que no olvidaríamos nunca y tratamos de imaginar por un momento como sería la marchitez del mundo, y aunque todo había acabado muchos se alegraron, porque al fin lo logramos, al fin lo hicimos, el mundo ya está muerto, ya podemos vivir en paz, y nos dedicamos a eso, a vivir, a ser mientras esperábamos a que se acabara el tiempo incontable de la eternidad, siempre deseando ser reales de nuevo.

Antes de caer la última hojarasca, antes de que las hojas se apagaran, el mundo empezó a tener los mismos nombres, todos esto, todos aquello, aquel yo y nunca tú, el ahora él y el por siempre yo, todo se hizo sombrío porque esto era de aquel, eso del otro, aquello de todos pero no era para nadie por que el alma del mundo la fuimos vendiendo por partes tan pequeñas que no nos dimos cuenta cuando se nos fue por siempre y mi padre insistía en creer que no era demasiado tarde para ir en la vía contraria, pero yo sabía que no podía ser más cierta la tristeza, más real la muerte que en las sombras inmensas de los rascacielos de tres pisos, del cancel oscuro de mundo muerto, de la pestilencia de tiempo viejo, del verdín milenario que no se quita ni con el suspirar de los miles que allí vivíamos, y entonces empecé a notar que en este pueblo inmarcesible a la hora antigua en que las garzas solían volar hacia las montañas la gente salía a las ventanas a ver los rayos del crepúsculo que se repetía cada día con los mismos tonos, con la misma música lejana de los violines olvidados del puerto a la sombra del barco que nunca zarpaba, y todos miraban al cielo, dejando de caminar, dejando de hacer, dejando de vivir por diez minutos después del sonar fúnebre de las campanas de la iglesia que anunciaban la partida del alma del mundo al más allá, y antes de dormir en unas horas de para siempre miraban al cielo las nubes que emigraban lentamente, viendo como también nos abandonaban, recordábamos por un minuto, soñábamos en vida porque el sueño nunca nos alcanzó más que para descansar, y todos suspiraban al unísono, miraban al unísono y apoyaban sus cabezas derrotadas en sus manos agotadas al unísono, y me di cuenta que cada respiración del pueblo estaba coordinada en la pena, esperando, aguardando a lo que no sabíamos, recordando lo que nunca fuimos, y los corazones latían al mismo tiempo, soñabamos al mismo tiempo, y al final solo fue cierto que lo único que nunca supimos hacer fue vivir al mismo tiempo.

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