Por Álvaro Diego Bedoya
Lo único con lo que solíamos
soñar quienes vivíamos entonces era con el pueblo de la ficción, y nos dábamos
cuenta cada día que pasaba, mientras veíamos al mundo agonizar, que nosotros éramos
la realidad que no solía ser, fuimos el destino de la madrugada lejana que se
contaba cada hora en que no existíamos, y siempre tuvimos la certeza de que
nuestro mundo macilento era de lejos aquel lugar remoto tocado por los
mistrales que viajaban del otro lado del gran mar. Mientras el mundo se
olvidaba de sí mismo, mientras las flores olvidaban florecer, el agua olvidaba
correr y las aves se olvidaban de volver, empezamos a desear de nuevo sentir el
relente de nuestra memoria, porque la empezamos a silenciar, y ya no podíamos
recordar, ya no podíamos pensar, ya no podíamos culparnos, porque la conciencia
nos fue acallada hace tanto diciéndonos que es mejor vivir así porque uno no
tiene que preocuparse sino de su vida, y sí que fue cierto porque vivíamos en
el insomne sueño de los portales y los balcones, y sólo veíamos como los cauces
arrastraban el polvo lunar de la noches de su fin, y sólo sentíamos que el
mundo se hacía más cálido a cada segundo, tratando de gritarnos por ayuda, y sólo
veíamos como el calicanto de las paredes exhalaba el resuello de serrín que cubría
al mundo en la bruma de una ilusión y pesadilla. Fue sólo cuando los colibríes
no regresaron jamás, cuando las últimas ranas nos dieron la sonata de la
muerte, que empezamos a apreciarnos al espejo una vez más porque ya no teníamos
agua en la cual vernos, ya no había nada que pensar porque sabíamos que el día estaba
condenado, y no nos resistimos, así debía ser, pero nunca dejamos de pensar que
lo único que queríamos era salir de esa pesadilla, de ese cuento de desilusión,
ser reales al fin después de tanto, librarnos de la mente psicópata de nosotros
mismos antes de las ojeras de nuestro insomnio, cuando todo era anónimo y nada
era de nadie, volver a vivir los días que no eran iguales nunca, los vientos
que traían y se llevaban al sol por el cielo de arcoíris, y cuando vimos el
último recuerdo que el pueblo se detuvo por una hora, mirando al cielo con los
ojos cristalizados de temor, supimos que todo había por fin acabado, que el
tiempo se había detenido, que el mundo ya sería el mismo por siempre y para
siempre y miramos alrededor como sería la eternidad, como cada cosa estaba
condenada a permanecer por siempre donde estaba, como sería lo que no
olvidaríamos nunca y tratamos de imaginar por un momento como sería la marchitez
del mundo, y aunque todo había acabado muchos se alegraron, porque al fin lo
logramos, al fin lo hicimos, el mundo ya está muerto, ya podemos vivir en paz, y
nos dedicamos a eso, a vivir, a ser mientras esperábamos a que se acabara el
tiempo incontable de la eternidad, siempre deseando ser reales de nuevo.
Antes de caer la última
hojarasca, antes de que las hojas se apagaran, el mundo empezó a tener los
mismos nombres, todos esto, todos aquello, aquel yo y nunca tú, el ahora él y el
por siempre yo, todo se hizo sombrío porque esto era de aquel, eso del otro, aquello
de todos pero no era para nadie por que el alma del mundo la fuimos vendiendo
por partes tan pequeñas que no nos dimos cuenta cuando se nos fue por siempre y
mi padre insistía en creer que no era demasiado tarde para ir en la vía contraria,
pero yo sabía que no podía ser más cierta la tristeza, más real la muerte que
en las sombras inmensas de los rascacielos de tres pisos, del cancel oscuro de
mundo muerto, de la pestilencia de tiempo viejo, del verdín milenario que no se
quita ni con el suspirar de los miles que allí vivíamos, y entonces empecé a
notar que en este pueblo inmarcesible a la hora antigua en que las garzas solían
volar hacia las montañas la gente salía a las ventanas a ver los rayos del crepúsculo
que se repetía cada día con los mismos tonos, con la misma música lejana de los
violines olvidados del puerto a la sombra del barco que nunca zarpaba, y todos miraban
al cielo, dejando de caminar, dejando de hacer, dejando de vivir por diez minutos
después del sonar fúnebre de las campanas de la iglesia que anunciaban la
partida del alma del mundo al más allá, y antes de dormir en unas horas de para
siempre miraban al cielo las nubes que emigraban lentamente, viendo como
también nos abandonaban, recordábamos por un minuto, soñábamos en vida porque
el sueño nunca nos alcanzó más que para descansar, y todos suspiraban al unísono,
miraban al unísono y apoyaban sus cabezas derrotadas en sus manos agotadas al unísono,
y me di cuenta que cada respiración del pueblo estaba coordinada en la pena,
esperando, aguardando a lo que no sabíamos, recordando lo que nunca fuimos, y los
corazones latían al mismo tiempo, soñabamos al mismo tiempo, y al final solo
fue cierto que lo único que nunca supimos hacer fue vivir al mismo tiempo.
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