lunes, 14 de marzo de 2016

TE ODIO DIARIO

Por Juan Esteban Perez Villa

Las 2am. Salgo a ver por el balcón. La luna me habla, “estúpido” dice, la insulto y vuelvo a entrar, es imposible, no puede tener razón.
4:30am. Imágenes asaltan mi cabeza, mi cabeza que solo da vueltas y vueltas al final de esta noche o comienzo de la madrugada, imágenes tristes. Confundo las palabras cuando trato de decir algo importante, me invaden arcadas incontrolables, vomito, dejo el baño oliendo a rosas. Vuelvo a mí, pero no.
6am. Corro, corro como nunca antes lo había hecho, corro, pero no llego a ningún lado.
9:30am. "Que es la vida humana sino la suma de todos sus recuerdos." pensando yo, ayer estuve muerto.
12am. Me asaltan tres tristes tigres que solo querían algo de dinero para poder comer trigo, el mundo se está yendo al carajo y yo con él.
2:45pm. Hora de levantarse de la cama, salir a caminar y disfrutar de la vida. llego a la puerta, abro, todo está azul, vomito, creo que no caminare hoy.
5pm. -Es imposible, claro que es imposible, deja de pensarlo.
"deja de pensarlo" dice, claro, claro que sí, dejare de pensarlo, algún día, alguna hora, algún minuto, algún segundo.
-Te odio, con el alma te odio, y aun así te quiero más que a mí.
-deberías despertar, no es bueno, nada de esto.
-no quiero.
-entonces muérete.
6:35pm. Salgo al balcón, la luna me mira feo, no me responde, ¿habré hecho algo malo anoche?
Tengo esta increíble duda sobre si saltar o no. Un pájaro se asienta al lado, comienza a regurgitar, me da asco, le tuerzo el cuello y le arranco un ala, creo que aprendió la lección. Me distraigo, no salto.
7:50pm. Me llama mi madre, dice que tengo que ver la nueva sala que organizo con tanta devoción, no respondo. Se va.
8pm. Debí responder.
11:22pm. Me encuentro con una angustiada rata en la esquina de un viejo bar, llora desconsolada, no sabía que hacer así que le obsequie un poco de queso, pensé que eso la calmaría. Da un mordisco y me lo escupe en la cara, no lo soporto, pero aun así la quiero. Se larga por el mismo hueco en la pared por el que llego. Decido quedarme.
12:40pm. Pierdo la paciencia, la vergüenza y la pasión. No sale de mi cabeza. Salgo al balcón y hay sangre, me tiro hacia el vacío, por fin la luna voltea a verme, "estúpido" dice, "estúpido". Lo soy, lo sé, no le respondo, me duele el estómago, ojalá se me pase rápido.

EL PACIENTE 345-3

Por Sergio Luis Arango Montes.

Es el cuarto en este mes, decía trémulamente mientras secaba el sudor de su frente, pero es el primero que encontramos, bueno… Lo primero que encontramos de alguno de ellos.

El día avanzaba, lentamente el sol comenzaba a ponerse en el horizonte, la rústica choza en la cual se encontraban reunidos era un viejo bar, ahora olvidado en medio de las montañas, ¡la mina está maldita!, dijo la vieja encargada, que por esos días a penas y se podía contener, el terror la consumía cada tarde un poco más, será mejor que se larguen si no quieren ser pellejo en la mañana, ¡maldición vieja deja las supersticiones!, dijo Oracio, un hombre curtido por los años y el duro trabajo de montaña, terminemos nuestra tarea antes del anochecer y volvamos a beber un trago, dijo José tranquilamente.

Me tiene arto esa vieja, sus cuentos de fantasmas son una molestia, yo solo vine aquí para saber que pasó con los mineros, refunfuñaba Oracio mientras se adentraban en el bosque, el sujeto que encontramos… Bueno lo que quedaba de él, ¿qué le habrá pasado?, déjate de tonterías José, ¿acaso le estás prestando atención a los cuentos de esa vieja?, claro que no, es muy extraño y tú lo sabes Oracio.

 Adentrados en el bosque, no se percataron de la oscuridad, el sol se había puesto, ahora en cercanías a la mina, separados el uno del otro a penas y podían escucharse. Una extraña bruma surgía de la nada, densa, helada, ¡Ah¡, el desgarrador grito de su amigo, ¡Oracio! Pensó, rápidamente corrió al lugar donde lo había visto por última vez, al llegar, no lo podía creer, sangre en todas partes, sus vestiduras desgarradas, solo piel y huesos quedaban de él, no es posible se dijo José, una débil brisa le hizo saber que debía huir, corría rápidamente en medio de la oscuridad, las ramas de los arbustos le cortaban la piel en su desenfreno, un olor pútrido comenzaba a reinar, mientras le seguían frenéticos pasos, y un rugido fantasmal perforaba sus oídos, su frenética carrera le hizo tropezar y caer, entonces se sintió pesado, mucho más de lo normal, y un agudo dolor le hizo perder la conciencia.

Lo encontramos en la carretera, explicaba el grupo de personas al doctor. Sus heridas son graves, pero está fuera de peligro, sin embargo no me explico cómo pudo perder toda la piel y parte de la carne de su espalda, decía claramente horrorizado el doctor del paciente 345-3

UNA CARTA BAJO LA SOMBRA DE UN SUEÑO

Por: Jefferson Wilder España  

¿Estás?, llegue casi a rastras, he resbalado en el pastizal y creo que me he torcido el tobillo mientras corría de los perros desde tu portón; la noche está muy oscura, me pregunto si te importará lo que me paso, aunque después de todo ya estoy frente a tu puerta, ahora no sé si tocar; solo traje esto para ti, es un regalo, lo que te prometí; sabes que soy muy malo en aquello y siempre suelo demorarlo pues no me considero bueno en escribir ni mucho menos al amor, soy muy plano es lo que dicen, a decir verdad es lo que creo de mí; jamás he escrito algo digno de sorprender o enamorar a alguien, jamás pensé en ti, si, jamás pensé en ti, ni siquiera cuando tu abuela toco mi puerta cierta tarde buscando referencias de donde vivías, yo ni siquiera te recordé y la pobre se fue sin saber de su más querida nieta.
Como podrás ver no movías nada en mí, ni siquiera regocijo sentía al verte, excepto aquel miércoles, el día que pase cerca del viejo portón de tu finca, a lo lejos vi tu silueta, tu aire me inundo de alegría, sentía que ahogaba de placer, fue raro, recosté mi cabeza sobre la macana que sostenía el cercado, y puse mis brazos sobre el viejo alambrado, ya casi no puyaba de lo desgastado, a decir verdad fue lo que menos me importo, solo me detuve a observarte embelesado con el asiduo arreglar de tus flores, parecías benigna para ellas, tu su protectora y para mí como un ángel que adorar. Perdóname, pase de ser un fantasma huyente de tu luz, ahora eres la creadora de mis sueños, y yo allí parado viéndote regar tu jardín, atravesaste mis ojos y desde entonces solo pienso en ti muy lentamente, y en las noches te dibujo dentro de mí, y en el alba te borro para volverte a dibujar en mi corazón al desayuno, ya la cuchara queda limpia en la cena, fría y celosa de que yo parafrasee cosas en mi mente, de esas que llaman amor, de esas que me hacen pisar charcos de agua como un niño y reír como un tonto al recordar tu sonrisa hasta que finalmente te abstraigo en la efímera imagen en la que siempre estamos juntos, unas veces sonriendo en el pastizal mientras esperamos el atardecer, otras veces riéndonos de lo más simple como que tu gato en la noches se cree perro pues le ladra las estrellas, y yo un gato que ronronea y hace piruetas al observar tu sonrisa; bendita sonrisa que ya me tiene loco, delirando y escribiendo locuras, ignorándolo todo, como un lucero en la esquina más lejana del universo, solo brillando, viviendo para iluminar tus rosas, tus hortensias y lirios, alumbrando para que vivas junto a mí, arrancar de mi la timidez, derroche de humanidad limitada que hace pensar que seré tu superhéroe eterno, que cuidara de ti en estas diatribas, aun cuando lo único que quiera es poder algún día morir a tu lado.

Y aquí lo tienes te escribí dos cartas, creo que las dejare bajo tu puerta.

Niña de mi realidad, anhelo ver tu rostro al leer la segunda, cuando por fin sepas quien soy. 

DECISIONES

Por Juan Felipe Morales Cardona


Finalmente sonrió. Sonrió aliviada tras observar el cuerpo inmóvil de ese demonio con forma de hombre. El corazón de aquel sujeto desaceleraba dramáticamente a falta de sangre, que estaba prácticamente ausente desde que el proyectil de una Waltherr 9 milímetros le atravesó una arteria, dejando una herida tan profunda que toda la culpa que pudieran alojar sus venas emanó como si de una cascada se tratara. 

Ella apartó la vista de ese casi cadáver e invirtió algo de tiempo en acicalar su cabello crespo, de esta forma invocaba a sus más ocultos pensamientos para tomar su próxima decisión. Decidió entonces dejar el lugar para convertirlo en un olvido y con sus pies movía el mundo hacia atrás a la par que dejaba un rastro rojo sobre el suelo. Con cada paso que daba llegaba una nueva reflexión, todas coincidían en que nada de lo que hizo había estado mal, su sonrisa no desaparecía, la justicia, su propia justicia, irradiaba en su permanente sonrisa.

A lo lejos el sonido de una ambulancia parecía aproximarse, le producía una jaqueca insoportable, eran como gritos que la perseguían e intentaban persuadirla para que desistiera de la única decisión que había podido tomar en su vida, tuvo que apresurar su andar. Después de un par de horas visualizó por fin el lugar que había escogido. Con la fuerza de una bestia trepó el árbol más alto, abrió sus brazos y se sintió como un pichón listo para salir de su nido. Desde la punta recordó de nuevo ese médico ignorante al que le enseñó la lección más importante de medicina, la muerte era a veces la mejor cura y él la había privado de ese derecho a estar mejor, ese mismo médico que ahora paradójicamente se  encontraba agonizando a causa del disparo no tenía derecho alguno para  obligarla a vivir una vida que ella no quería vivir.

Unas cuantas aves acompañaron su despegue, unas cuantas hojas acompañaron también su brusco aterrizaje, pero su sonrisa permaneció inmóvil.

FIN DE SEMANA CON LOS ABUELOS

Por Juan Jose Poveda Posada

Luego de reunir la suficiente fuerza para abandonar el cómodo lugar donde reposaba. Mi deliciosa cama, forrada en una sábana azul clara con pepitas blancas, me preparaba para descargar mis pies sobre el piso fresco color sapote de mi cuarto, que me hacía entender que el uso de las chanclas era innecesario y un mero capricho de mis queridos.
Siendo las nueve en puntilla, sacaba mi cabeza del cuarto, observando si había visita, o cualquier tipo de personaje sospechoso que descubriera mis pasos furtivos hacia la cocina. Por lo general (siempre) Telva me descubría, ni siquiera casi llegando a la cocina, sino en el momento preciso que iniciaba mi travesía.  –“Póngase las chanclas”- me repetía todas las mañanas, antes de darme el saludo. Teniendo ya las chanclas puestas, me saludada con un cariño incomparable, dándome un pico chiquito en la mejilla, rebosante de amor y sinceridad. ¡Cómo podía yo sentirme tan protegido por una abuela de 80 años! -me pregunto ahora, cuando recuerdo cuán importante fue para mí.  Ella tenía la fuerza de cien hombres y la habilidad de cualquier atleta.
Antes de adelantarme hasta el desayuno, se me hace  necesario mencionar al abuelo Telvo, hombre hermoso, inteligente y “buen mozo”. Él siempre descubría mis andanzas, me miraba mientras echaba mis vistazos cotidianos afuera del cuarto. Se sentaba en una mecedora que recostaba en la pared, y que le permitía,  por una lado, encontrar una puerta de salida para el patio, que le arrullaba con la brisa fresca de la mañana y el canto hermoso de las abuelitas y pájaros amarillos con cresta café, y por el otro, la puerta que daba a la calle, donde regalaba alegrías, con su saludo honesto, sonriente y respetuoso. De esa forma, las dos puertas del patio y la calle le quedaban en  los costados de su cara, mas el frente de su mirada, se encontraba la pared del fondo de la casa, parte en la que quedaba mi cuarto. Él era cómplice de mis andanzas, y aunque no evidentemente, sé que pensaba, “ya este vergajo va para la cocina. Dejémoslo a ver dónde lo descubre misia Telva”.Así, después de que yo era descubierto, y de que me ponía las chanclas, me dirigía a saludarlo. Lo miraba con ojos de complicidad y cariño. Él, mientras tanto, me sonreía y me daba la mano, como alegrándose de mi juventud y de nuestras proezas.

LA PLUMA ROJA

Por Laura Viviana Jimenez Perez

Su incandescencia anaranjada ilumino toda la aldea, destellos y algunas lágrimas aparecían en sus ojos; ave descomunal y protectora, curaba una y otra vez los guerreros de alma pura, los más talentosos.
De pequeño, él siempre observo destrucción a su alrededor; al caminar en ruinas un brillo captaba su atención se acercó rápidamente y observo un ave de color sin igual, algo malherida pero al mirarse fijamente, desde ahí ambos sintieron que no se separarían jamás.
Fue su compañía mientras crecía y se convertía en un arquero excepcional, después de cada entrenamiento con llagas en sus maños y algunas heridas de flechas en sus piernas, no hacía falta más de un par de lágrimas de la magnífica ave para curarse, al cabo del tiempo noto como cada vez que lo hacia el ave se desgastaba más.
Y el día finalmente llegó, la máxima guerra de las 5 aldeas, él estando al mando de su tropa lograron combatir a algunos guerreros pero no a todos, sus viviendas destruidas e incinerados los campos hacían que el magníficos ave sobrevolara y curara a los heridos prodigiosos; luego de dos días de pelea y teniendo solo unos pocos enemigos, el arquero y comandante no resistía más, su mente agotada y su cuerpo desgastado alzo su mirada al cielo.
Fue cuando  vio un destello donde resaltaba la silueta del ave, lentamente vio como todo el brillo caía sobre sus compañeros, como les daba el valor, la fuerza de acabar para desalojar los adversarios y a su vez como el fuego carcomía el cuerpo del ave, sentía gran mareo no sabía si era un sueño o realidad.

 Solo noto al despertar todo en ruinas como aquella vez, se percató del triunfo, busco al magnifico ave y no la encontró; muy confundido indago y nadie más vio aquel destello, camino y vago por las calles donde una vez la encontró, pero en ese lugar con aquel mismo brillo que capto su atención descubrió su amuleto, una gran e inigualable pluma roja.   

ARTÍCULO 213

Por Camila Orozco Bernal

Al entrar la rata, pelada de ácido de alcantarilla, la asamblea en pleno se puso en pie. Pobre rata, atestiguar semejante juego. Fue aquel un intercambio de esos que, por vacíos, parecieron no existir. El veneno fue efectivo y la alerta de trampa si que se dio al público! Entonces otra rata vino a ver el espectáculo, detenida solo por el nauseabundo olor de las letrinas.

LOS CAPRICHOS DE LA IDENTIDAD

Por Alejandro Tabares Arango

─Esta definitivamente no es usted, señora ─dijo la cajera, un poco irritada de que la gente quisiera tomarle del pelo tan fácilmente. Las buenas maneras se habían esfumado entre la insistencia un poco arrogante de su clienta, que había llegado al banco hacía unos instantes.
Pero mire que la de la foto es igual a mí, no hace muchos años obtuve mi identificación y no he cambiado mi apariencia mucho desde entonces─ dijo Fernanda.
A regañadientes la cajera revisó de nuevo la foto. Era imposible que fueran la misma persona, iba en contra del sentido común. Tal vez con la firma y la huella dactilar…
─Tal vez con mi firma y mi huella dactilar podría demostrar mi identidad─ Respondió Fernanda, adivinando los pensamientos de la cajera. Acto seguido, respiró profundo como quien encuentra la solución a un problema.
Pero no funcionó.
─Mire por usted misma señora, las huellas dactilares no coinciden y las firmas, aunque parecidas, no me permiten afirmar que usted es la dueña de la cuenta. No le puedo permitir que retire todo el dinero la cuenta de ahorros.
Las palabras atravesaron a Fernanda como dos saetas envenenadas, la sacaron de quicio la instante y propició un escándalo de tal alboroto que muchos años después del incidente el personal del banco aún se reía a cuesta suya. Fernanda salió perdiendo la discusión y regresó a su casa desconsolada.
Llegó un poco tarde, alterada por todo lo que había ocurrido ese día. Pero los hechos insólitos aún no dejaban de ocurrir: la llave de su casa ni siquiera entró en el cerrojo de su puerta, de modo que le tocó esperar en el antejardín durante varias horas. Cuando ya la noche ya había caído llegó su esposo.
-¡Alfredo! ¡Llevo aquí esperando horas! Abre la puerta, imagínate lo que me pasó hoy en el banco…
-¿Nos conocemos?
-¡No me digas que tampoco me reconoces! ¡Por favor! ¡Por favor!
Fernanda entró con rabia a su casa, empujando fuertemente a Alfredo. Había varios retratos de ellos dos en las repisas de la sala.
─ ¡Mira nuestras fotos juntos! ¿Cómo puedes decir que no me reconoces? ¿Acaso no soy tu esposa? ¿No hemos estado juntos durante tantos años?
─Si esta es una broma de mal gusto… espero que se termine ahora. Usted no es mi esposa, ella no está ahora en casa, pero volverá en cualquier momento y estoy seguro de que se molestará.
Las acciones siguientes de la mujer no se hicieron esperar, sus ojos se llenaron de lágrimas y su cara se puso roja de la ira. Fue hacia su habitación y sacó toda la ropa del armario.
─¡Pero qué hace, señora! ¿No ve que esta no es su casa?
Y con un fuerte empujón Alfredo sacudió a Fernanda. Por un momento la confusión dominó la situación, produciendo un silencio profundo, una ruptura inminente. La mujer salió a la calle y empezó a vagar por toda la ciudad.
─ ¡Hey! ¡Emma! ¿Dónde has estado? Te he estado buscando.
Y con un beso el hombre devolvió a la joven al mundo real. Fernanda lo miró con extrañeza al principio, pero todo se fue aclarando.
─Oh, sí, soy Emma, no Fernanda. Ya me acordé─ Dijo para sus adentros

Desde entonces su vida como Fernanda quedó olvidada y todo el asunto fue mandado a recoger. Esta es la hora en que Alberto sigue esperando a su mujer.

EL CASO

Por Carlos Julio Patarroyo Sanchez

El detective estaba confundido, se desplaza de un lado a otro, mira cada cuarto, pared, cada rincón de la casa es minuciosamente inspeccionado; su cabeza estaba inmersa en dudas, llena de tantas preguntas  e incógnitas, tormentas que revuelan en cada una de sus neuronas; finalmente empezó a murmurar sonidos, hallazgos que solo su compañero el inspector francés podía escuchar:--no pretende ser un ladrón ordinario aunque siempre cometen errores, pero la seguridad que se presentaba en aquel entonces ameritaba cualquier intento de siquiera un pensamiento cleptómano o antojo mismo. En realidad el haber robado los diamantes del gobernador en esas circunstancias era un hazaña, como alguien pudo escalar los altos muros pasando por las alambradas de púas, por las  pesadas verjas de las ventanas (aunque no hay pruebas  de que estas estuviesen cerradas),  entrar desde la calle con tal rapidez, llegar al patio trasero, ascender  por la ventana  y pasar desapercibido por la densa capa de guardias, escoltas, sirvientes y familiares sin sospecha alguna…en cuestión de minutos, la simpleza del robo es terrorífica pero lo que sin duda alguna me causan intriga son las inusuales marcas o garras esparcidas en la pared principal; debió  planear cada detalle con todo el rigor que poseía. Inspector primero interrogaremos a los inadvertidos parientes más cercanos al gobernador pues quien más podría saber la localización exacta de las joyas--. Entonces un sirviente cruzó rápidamente la puerta, los sujetos lo observaron de reojo y tan bien fueron velozmente a su captura, aquel bajo las escaleras pero no en dirección de la puerta de salida sino a uno de los salones junto al gran comedor precisamente donde se encontraba el gobernador; el detective iba casi pisándole los talones en su huida, pero cuando entro al cuarto observó  al sirviente correteando una de las mascotas de la mansión. El gobernador miró al detective y dijo: --y bien, al fin ha averiguado algo--, el detective tardo un rato en responder estaba sumergido en aquellos ojos pardos de la figura obesa que estaba sentada en las piernas del gobernador, inmerso en los ojos felinos que encerraban un oscuro secreto, unos ojos que lo observaban como si estuviesen…sonriendo.

AQUELLA NOCHE FRÍA QUE SONREÍ

Por Ricardo Bautista Solano 

Aquella noche fría, en tanto que acababa de llover. En mi soledad hacía arepas, 
para acompañar una bebida helada. Mientras tanto recordaba a mi abuelo, sus 
historias sobre un mundo de “armas tomar” – claro que ese mundo era este que 
tenemos, el presente, el corriente, pero menos ajado y menos devastado por 
nuestra inconsciencia y nuestra voraz ambición -decía esa voz interna intrusa 
que tenemos -

Las estrellas tímidamente coqueteaban tras algunas nubes amarillentas, una 
brisa suave, una compañía que estaba ausente, un ausente que era compañía…
en fin, en ese eterno instante vital, las reflexiones eran exquisitas. Realmente era 
un lugar mágico –lugar común pero sublime-.

-Esa voz me indicó- al introducirnos en nosotros mismos corremos el riesgo de 
llegar a reconocer que olvidamos ser y hacer el bien con los demás seres que 
coexisten con nosotros… con tono burlón afirmó -no sabemos envejecer, pues 
pasamos la vida sentados en un cúmulo de buenas intenciones esculpidas 
interiormente por la procrastinación -.

-la tierra es un ser vivo, finito y autónomo- continúo aquella voz extraña e 
inseparable en mi cabeza. En ese caso nosotros fungimos como parásitos 
-exclamó en mi cabeza con esa dulce y mordaz tono que habla y se contesta 
a sí misma-.

-A veces nos merecemos un secreto- continúo en mi cabeza aquella voz; sólo 
que en esa oportunidad lo recitaba con un sonsonete igual a una ronda infantil. 
Mi secreto es que mi lugar de recrear mis pensamientos y alcanzar elucubraciones 
eximias, es la cocina. Tal lugar, inspira, pues a veces se cocina, con la mente en 
blanco, en un estado de cuasi meditación, es el caso de quien prepara los 
alimentos con diligencia y alegría; otras veces, perturba, esclaviza, invisibiliza…
como sucede en la sociedad... cocino para dos, los dos que habitan este mismo 
cuerpo, no hablo de bipolaridades, hablo se seres que coexiten cada día, el ser 
social con tendencia al silencio y a la sumisión ante las injusticias, callado ante 
las causas sublimes, de naturaleza torpe y proceder coaccionado por el no sé qué 
y el no sé dónde…. Y el otro, el irreverente, el que blasfemia, el que hiere en sus 
pensamientos, el que no se apacigua fácilmente, el que es dictatorial en tanto que 
propende por la libertad, por la plenitud, por el amor propio…. Me confieso, me 
seduce el segundo...

BOLSA DE ILUSIONES

Por Claudia Margarita Yepes Huertas

Tan sólo estaba allí escudriñando su futuro en esa bolsa de basura repudiada por 
muchos y añorada por él, encontraría en ella comida para llenar el vacío de su 
cuerpo, pero su alma necesitaba mucho más. Era un martes en la mañana día en 
que habitualmente pasa el carro de la basura en mi barrio. Raúl no perdía la 
esperanza tal vez las personas que él llamaba afortunados habrían botado algo
valioso, buscaba con impaciencia en su despensa porque sabía que competía con 
el carro de la basura y este podría arrebatar su tesoro, empezó a sacar muchas 
cosas que había tenido hace mucho tiempo y ahora hacían parte de sus recuerdos, 
todo era curioso para él, había ropa, papeles, juguetes y lo que más anhelaba 
desechos de comida.

En esa esquina de barrio donde siempre botaban la basura, se formaba un pequeño 
universo de elementos con historia y olvidados para siempre por sus amos, 
confinados al carro de la basura o recuperados en el costal de Raúl, él era consciente 
del problema de la contaminación y por eso ayudaba en algo, llevando las cosas que 
le eran útiles; cada vez que abría una bolsa depositaba allí sus ilusiones y pensaba 
en las personas que la habían dejado en aquel botadero, imaginaba todo lo que 
podían tener, para Raúl era importante tener las cosas necesarias para vivir, era feliz 
en cada búsqueda siempre encontraba algo importante para él, cada bolsa era un 
mundo diferente.


Un día decidió caminar hacia otros lugares de la cuidad muy lejos de Suba para 
aventurarse por universos diferentes, llegó en otra mañana de martes a un barrio 
muy pobre encontró muchas esquinas convertidas en botaderos, cuando llegó a uno 
de ellos, se sorprendió mucho, no era el único que luchaba con el carro de basura, 
habían llegado muchas personas, familias enteras, niños, ancianos, todos con la 
misma ilusión, se sintió muy triste y decidió seguir en su camino, navegar en ese mar 
de añoranzas y sumergirse en sus sueños. Fin

PUNTERÍA COLOSAL

Por Carolina Montoya Giraldo

Eran las seis y treinta y cinco de la tarde, el cielo estaba revestido de ese azul particular que no tarda más de diez minutos en desvanecerse, y por la puerta principal de un edificio sin mucha gracia se asomaba él con un aire diferente al de cada día. Se trataba de un hombre alto y ciertamente moreno, que además de un maletín, cargaba con una presencia de potencial aún no explotado. Y es que tenía un conflicto declarado con esos conceptos contra los que había luchado históricamente el comunismo; era un radical admirador de la Revolución bolchevique, o bueno, radical dentro de lo que puede serse en un país latinoamericano con una historia política atravesada, en el sentido más visceral del término.

Tras el sonido que a sus espaldas le avisó que la puerta había cerrado correctamente, el hombre se acomodó el abrigo y cruzó la calle para caminar por la acera izquierda en coherencia con razones acordes a sus perturbaciones políticas; alzó su mirada y mientras parecía sonreírle a la luna, susurró:

 –Hoy sí, hoy es el día.

Se lo repitió una y otra vez durante los dieciocho minutos que le tomó llegar a casa con ese paso largo y esa postura orgullosa que llevaba; abrió sin dificultad la puerta y a cada movimiento iba tirando al suelo lo que llevaba encima, primero el maletín, luego el abrigo y, por último, justo en el umbral que daba al baño, la presencia nunca explotada. El hombre se detuvo a instancias del retrete, bajó su pantalón hasta dejarlo a la vista, lo tomó con su mano izquierda y, tras una sonrisa de medio lado, apuntó con decisión.
Sería la primera vez que orinaría sin salpicar.


EN ALGÚN TIEMPO MUY LEJANO

Por Julian Mauricio Garcia Gomez

Desde su cuarto escuchaba el cacarear del gallo, y al abrir los ojos observó una ventana nublada por vapor de agua, entre el cual se alcanzaba a divisar el verdor del follaje de los árboles. Se puso de pies sobre el rústico suelo de piedra, armó la improvisada clepsidra compuesta por dos vasijas llenas, y retiró el tapón de la vasija superior dejando escapar un lodazal oscuro y viscoso. El agua se había convertido en eso, después de haberse bañado una y otra vez con ella y el olor que desprendía reunía los aromas de dragones, magos, brujas, duendes, elfos, esclavos, plebeyos, matronas, niños, hombres de guerra, gallinazos, serpientes, unicornios, ratas grises y múltiples criaturas más que habían completado mil días sin bañarse, tan solo probando el agua proveniente de la orina salada que habían excretado. Cerró sus ojos, se sentó en el suelo de tal manera que terminó por juntar las mugrosas plantas de sus pies, juntó las palmas de sus manos, dio un rápido movimiento a su mandíbula sobresaliente y sonrió sin mostrar los dientes como solo un auténtico belfo lo puede hacer… ¡Estaba listo para el viaje!

En aquella lujosa habitación de los años 1500 se hallaba esa peculiar pareja. Su alrededor era adornado por esculturas de yeso y largas vestiduras escarlata que cubrían inmensos ventanales a través de los cuales se podía observar un firmamento oscuro y estrellado. Sobre un pequeño escritorio de madera se podía encontrar tantos pares de pergaminos enrollados y uno solo abierto, que cargaba en sus entrañas la más exquisita caligrafía escrita con pluma de cuervo y tinta imborrable… “Y como aquel maestro que sintió la música a pesar de su sordera, simplemente siénteme y te daré mi vida entera”.

Sobre el pulcro lecho yacían los amantes. Cantaban y daban vueltas entre las sábanas, como si la alegría se hubiera apoderado de sus almas, como si las penas se hubieran ahogado en aquel añejo vino, como si todos los sueños tan anhelados hubieran sido finalmente alcanzados.

Las cuatro paredes que lo encerraban se percibían más estrechas que antes, el suelo era más pestilente que nunca, su mandíbula sobresalía como un hueso de tamaño tres veces mayor de lo habitual y el túnel de vida en el que se hallaba era cada vez más confuso… Ráfagas de imágenes lo invadían.

EL OTRO SER

Por Vanessa Aguirre Giraldo

-¡Todo está oscuro!, ¡no logro ver nada!, ¿dónde estoy?
-Estás aquí… ahora ya no estaré más solo
-¿Quién eres?, ¿porque me tienes encerrado?, ¡déjame salir por favor!
-Si te dejo salir, siempre volverías a mí... es tu destino
- ¡Estás loco si crees que volvería a este lugar!, ¡ni siquiera sé dónde estoy!
-¿Estás seguro de no saber dónde estás?, inténtalo un poco.
-¡Auxilio! ¡Alguien que me ayude…!
-Auxilio, auxilio, que patético eres; ¿alguna vez te has escuchado mientras hablas?

De repente, desperté. Era uno de esos sueños que son tan reales, que te hacen desear morir para no soportar tan angustiante agonía… Todo transcurrió en completa normalidad; la habitación seguía siendo igual de estrecha como de costumbre, daba un paso a la derecha y llegaba al baño, un paso adelante y estaba en la cocina, un paso atrás y encontraba la puerta. Me preparé el desayuno, el mismo que he comido desde aquella mañana que se fue; luego me bañé, vestí y dirigí a la oficina. Al llegar allí, me crucé con Kevin y derramó nuevamente su tinto sobre mi camisa; pero esta vez ya iba preparado. Fui al baño y saque una de las camisas que estaban en mi maleta, ¡sabía que lo haría de nuevo! Me cambié, me dirigí a mi oficina y comencé mis labores.

-¿Qué paso ahí afuera? ¡Si, te hablo a ti tonto! ¿Cómo dejaste que ese estúpido te tratara así?
-¿Quién me habla?
-!Te dije que no escaparás de mí tan fácilmente¡

Me asusté. Alguien me estaba siguiendo; sabía dónde vivía, donde trabajaba. Y ahora… ¿qué debo hacer?, ¿a dónde voy? Y miles de interrogantes comenzaron a brotar de mi mente, como agua de manantial. Tenía miedo, pánico, terror de lo que pudiera sucederme y…

-¡Cállate ya! Tus pensamientos son como la basura, sólo sirven para atraer insectos y mal olor. ¡Debemos pensar en cómo vengarnos de ese imbécil, así no volverá a burlarse de nosotros jamás!


Entonces, fue cuando comprendí quién era aquel ser.

GUAYACÁN

Por Sebastian Londono Valle

Desde abajo se observaba como si sus ramas se treparan por el sol, se expandían a su largo y ancho, como sosteniéndolo, como abrazándolo…

El guayacán era la vida nuestra… de Juan Silbante, de Juanamaría, de Carlitos y demás, nos trepábamos por su tronco rugoso, rondas a su alrededor, cánticos y chanzas, casas del árbol y castillos. Punto de encuentro de nuestra niñez, de nuestra amistad y de nuestras almas.
Si florecía a mediados de febrero jugábamos a atrapar las flores que caían  juguetonamente, saltábamos a atraparlas por grupos que siempre intentábamos equilibrar, Juan el más alto y Carlitos el más ágil nunca iban juntos.

La alegría no partía con el fin del amarillo guayacán, las múltiples y verdosas hojas que el viento arrecio precipitaba al suelo, servían para armar techos y tapetes, mientras que las ramas secas hacían de espadas, caucheras y varitas mágicas. El guayacán siempre nos proveía de juegos, de niñez, de sombra y de refugio.

Se volvió un día enemigo de la ciudad porque una de sus ramas secas cayó sobre un vehículo durante un vendaval por lo demás, muy poco común.  Tal vez si la vida que nuestro guayacán puso en riesgo no hubiera sido una vida cara, empresarial e importante, la ciudad no hubiera desplegado su arsenal burocrático en nombre de la seguridad y el bienestar común. Nada intentó evitarlo y terminó talado nuestro guayacán.

-Ya no podremos volver a pescar flores en el viento- dijo Juanamaría cuando nos aglomeramos todos frente al tronco cortado.

-¿Quién lo habrá matado?

-La ciudad lo mató- respondí


De su tronco fabriqué un recuerdo, un pasado inocente de alegría e imaginación, un pasado también de desilusión, un pasado que se prolonga hasta esta profunda soledad, un pasado pesado de alfombras de flores, de ramas secas y de roles medievales, infinitos e increíbles. Se llevó la vida mía la ciudad y sus afanes, se llevó la vida mía la ciudad y sus protocolos, condenados a ver morir nuestra imaginación, condenados a ver la vida del color de la ciudad, encerrados en una escala de grises y un sin fin de sueños talados.

EL CEMENTERIO DE SUEÑOS

Por Ana Violeta Granados Roa

Hay un monstruo debajo de mi cama, lo escucho rugir todas las noches. Cuando los ruidos del 
mundo se apagan y el silencio de las calles ensordece, el monstruo se retuerce y despierta, 
araña las tablas de mi cama y susurra palabras de espanto. Yo lo escucho con miedo y le 
imploro que no salga. Le pido que se quede confinado en ese espacio, que le pertenece solo a 
la noche, pero no siempre obedece. En ocasiones, extiende sus garras desde la oscuridad y se 
aferra a mi cabello, acaricia mi rostro y toca mis ojos, llena mis oídos con su voz pestilente y no 
me deja escapar. Cuando amanece, sigo petrificada en mi lugar sin haber cerrado los párpados 
ni un instante. Me levanto como un autómata, salgo a la calle y, aunque las garras ya no me 
aferran, el monstruo sigue ahí, acunado en mi pecho, esperando la noche para continuar mi 
tormento.

No sé en qué momento apareció el monstruo, cuando era niña, no estaba ahí. En esa época me 
iba a la cama con el corazón tranquilo y soñaba con mundos fantásticos y alegres, con un 
presente- mañana prometedor. Pero un día apareció. No era el monstruo que es ahora, en ese 
tiempo no era más que una presencia, un sentimiento de que había algo que estaba ahí, inocente, 
escuchando. Después, fue un susurro, demasiado leve para considerarse real, demasiado lejano 
para ser una amenaza. Con el paso del tiempo, empezó a tomar forma, la presencia iba creciendo, 
así como mi inquietud. Ya no era un simple susurro, ya no era una sensación. Tenía cuerpo y podía
oír cómo se arrastraba, justo debajo de mí, intentando salir. Lo más terrible fue escuchar, por 
primera vez, cómo llamaba mi nombre con esa voz gélida y espectral que, hasta el día de hoy, 
eriza mis vellos y estremece cada fibra de mi ser. Lo más terrible era no poder escapar, era sentir 
cómo, con su hipnótica voz, conseguía hacerse cada vez más fuerte, a costa de mi silencio.

El monstruo se ríe de mí en este justo instante. Araña las tablas de mi cama, haciendo que un 
escalofrío recorra mi cuerpo. Me recuerda que puede extender sus garras y ahorcarme, pero no lo 
hace porque disfruta mi tormento. Me ordena que lo libere para que pueda acabar conmigo de una 
vez por todas y es entonces cuando descubro la verdad: si necesita mi permiso es porque he sido 
yo quien lo ha creado, he sido yo quien lo ha encerrado ahí, he sido yo la causante de mi suplicio. 
No fue su alimento el deseo de un ente maligno, no fue su motor una maldición. Fueron los sueños 
que abandoné, los pedazos de inocencia que permití que me fueran robando, los trocitos de ilusión 
abandonados por el camino los que, poco a poco, le fueron dando al monstruo forma y sustento.

Esta revelación me llega como un rayo en campo abierto, pues comprendo ahora, más que nunca, 
que no he podido escapar, pues he sido, al tiempo, víctima y asesino. Mas si hay algo rescatable en 
esta terrible historia es el siguiente mandato, que muy tarde he comprendido: no abandones tus 
sueños, no los dejes morir, pues cuando lo hacen, en lugar de ir a un cementerio de sueños, éstos se 
transforman en monstruos que no te dejan dormir.

INVERNADERO DE LOS SUEÑOS

Por Juan Camilo Carvajal Sánchez

Los días normales son informales, eso pensaba Juan mientras veía a la chica que le gusta, de cabello negro y tez clara, recorrer el parque con gracia en sus pies, parecía como si bailase de aquí para allá, viendo amigos de par en par, como una mariposa curiosa saludando las flores de un invernadero, y con un recorrido definido pero siempre volviendo al mismo lugar inicial. Aquella chica sabía de Juan, de hecho salieron esa noche a conversar y a tomar; estando con ella conoció a sus amigas, una rubia coqueta de sonrisa infantil y una morena sensual de cabeza a los pies. Entre ronda y ronda de recorrido de la mariposa jovial, Juan aprovechaba el tiempo bebiendo y aprendiendo a hablar, conversó mucho con la morena y un tanto menos con la rubia de dorados cabellos como la cerveza bebida por Juan. Ya llegadas las 12, Juan se agotó, por lo que empujado por el licor, recostó su cabeza en las piernas de la rubia, consintió ella, no sin sonrojarse primero y así siguieron hablando los tres hasta que Juan quiso hacerle honor a su Don, coqueteando con miradas y halagos discretos que sintiera el corazón; entre señales de atracción y provocaciones sutiles se acercó a la rubia para en sus oídos susurrar que era tan bella y exótica como la más fina y desconocida de las artes. Ambos semblantes se acercaron y entonces cerraron los ojos mientras se acortaba la distancia, un beso profuso y apasionado se dieron, pero al abrir Juan los ojos, estaba la mariposa frente a él, había cambiado con la rubia de lugar. Ella sentía un inmenso amor por Juan, pero como se dijo al principio, Juan sólo gustaba de ella.

Un instante después, justo a su lado, Juan observó a su verdadera enamorada, había aparecido en este invernadero para pedirle perdón por sus errores del pasado. En algún momento fueron pareja, pero ella recurrió a sus viejos dolores, tratando de dejarlo olvidado. En llanto silencioso se fue caminando, a paso ligero y creyendo que Juan la había olvidado, sin embargo, Juan, lleno de esperanza, alcanzó a Amy, agarrándola por el brazo y atrayéndola hacia sí. Le dio un abrazo fuerte mientras ella revoloteaba como si se tratase de un fuerte de un orate amarrado. Le dijo: “Amy, no te he olvidado, te sueño cada noche, aún te amo”. Finalmente se besaron y Juan se elevaba con ella, como si tocaran las nubes y se sintieran solos en el presente, futuro y pasado.


Con las manos entre las piernas y acurrucado, despertó Juan en su cama; al principio no sabía si lo había soñado o si Amy estaría a su lado.

AL ALBA

Por Laura Arias Muneton 


Era el fin de su acostumbrado paseo nocturno, ya las luces de las ventanas comenzaban a encenderse, metió las manos en los bolsillos de su chaqueta, quizá en busca de calor, pero sólo halló tela y dudas. Continuó caminando, entró en su departamento, miró hacia la ventana y notó que comenzaba a llover. Justo a tiempo –pensó-. Se quitó su pesaba chaqueta, y fue a la cocina para servirse un café.

Su paseo fue más largo de lo normal, pues había pasado la noche en vela, estaba cansada, con frío. Se sentó en el confortable sillón rojo que había en medio de la sala. Dio una ojeada al periódico del día anterior, un panorama sombrío: contaminación, críticas de los unos a los otros y los otros a los unos, pobreza, muerte, supuesto “desarrollo”, acuerdos, desacuerdos. Se sintió melancólica, se llevó las manos a los ojos, queriendo desahogar su desasosiego en mar, pero no pudo, se sintió muy fuerte para hacerlo. Miró hacia la ventana. Afuera, el cielo grisáceo por el smog, la amenaza de un racionamiento, sequía, hambrunas, sed, un mundo sin justicia. Llovió en sus ojos, llovió afuera, llovió en el mundo. Secó la lluvia con el dorso de su mano; fue entonces que recordó a Benedetti y su poema << ¿Qué les queda a los jóvenes?>>, pensó que la juventud no puede rendirse, que es el futuro, más que de un país, del mundo. Que eran sólo 17 vueltas al sol.

Se negó a convertirse en una vieja prematura, a vivir con prisa. Respiró, abrió los ojos. Desde ahora discutiría con un dios existente o inexistente, ofrecería sus manos para ayudar, se entendería con la naturaleza. En este mundo plagado de guerra, de consumo y de humo, inventaría y buscaría la paz <<así sea a ponchazos>>, que nunca dejaría la utopía, para poder seguir caminando, y, sobre todo, que haría futuro <<a pesar de los ruines del pasado y los sabios granujas del presente. >> .

Dejó de mirar a la ventana, ya no llovía, pero hacía frío afuera, pudo ver que aún no terminaba de amanecer, que aún estaba la noche bocarriba, que aún había estrellas que parpadeaban en lo-alto-del-cielo, como parpadeaba en su pecho el deseo de cambiar el mundo, de hacerlo un lugar más justo, se sintió más-fuerte-que-nunca, tomó su chaqueta y salió, a-vivir.

LA VIDA AJENA DE UN ÁRBOL

Por Luis Miguel Tunon Alzate

Recuerdo a  Cedro, un árbol amigo que conocí en la selva de Borneo, por causas del azar  la comunicación fluyó entre los dos, supe en corto tiempo que yo era un árbol que sentía la energía de la selva por medio del contorno de mi cuerpo, y en este caso sentí la energía de Cedro por medio de las raíces; muy nervioso me preguntó, “¿Eres tu Bao?”, -No, No sé quién soy ni que hago acá- respondí, luego Cedro se presentó y dijo: - Creí que eras mi amigo Baobab el gran sabio árbol de esta selva, amigo que un día me dejó con la monótona tristeza del alma, la soledad en este cuerpo inmóvil, duda en mi pensamiento y la melancolía de no poder acabar con esto, él me encontró por medio de sus energéticas raíces, se presentó ante mí y empezó a vociferar de la siguiente manera “Gritos errantes e inesperados oí en tiempos de antaño, preste atención para escucharlos mejor, y fue cuando el tiempo rasgó fríamente mi vida, me endurecí hasta no poder con el dolor, ahí odié el tiempo, transcurrieron los años, cuando comprendí que aquel flagelo era efímero y que ahora la eternidad era mi amiga, fácilmente pude deducir que en la eternidad el tiempo no existe y acaba el sufrimiento de la monotonía, gracias a esto obtuve una  satisfacción,  mi sonrisa fue tan grande que podía albergar el universo dentro de ella y tragarme la existencia misma”; finalmente Cedro dijo: “Yo no tengo vida aquí, es tan efímera  que mis débiles hojas se desprenden de mi para converger en la tierra creando vida y movimiento que yo no tengo, esto solo ilustra el dolor de la vida de árbol que me tocó, además del desamparo del tiempo ante mí”; Dijo aquella frase y sus raíces siguieron otro curso como por arte de magia, nunca volví a saber de él, me di cuenta que aquel árbol de bonito nombre no quería vivir más. Desperté, entendí dónde estaba y recordé, que en otra ocasión estuve en el cuerpo de un Baobab. Después de saber de Cedro y su triste existencia a causa mía y mis pensamientos humanos, no volví a realizar las proyecciones astrales dentro de los entes que albergan esta selva, hoy sigo siendo un hombre viejo, sabio y ermitaño, en donde cada día salgo de mi cabaña en la selva de Borneo con un poco de comida, un libro de antaño bajo el brazo, un pequeño gramófono con un maravilloso vinilo de Schubert y mi oxidada hacha amarrada en el hombro, en busca de Cedro para terminar con su tormento existencial y el dolor causado por las ideas ajenas al bello entorno natural.

INVITACIÓN A MORIR!

Por Diego Leandro Vargas Meneses

Despertaba cada mañana agobiada, con la respiración agitada, el pulso acelerado, sus manos temblorosas y sudorosas, su camisón empapado y su frente mojada; más parecía un ataque febril que un mal despertar. Pasaba el día en silencio entre sus quehaceres cotidianos, desde el desayuno para el patrón la señora y los niños a las 5 de la mañana, las medias nueves de los jornaleros, el almuerzo para los obreros que seguían en la labranza, hasta la tarde después de acomodar cada traste en la vieja cocina que aún conservaba la leña encendida hasta entrada la noche.

Escapaba cada vez que podía al único lugar que le brindaba calma, la orilla del río donde escribía frases de amor en la arena, donde dibujaba corazones flechados, donde caminaba descalza para sentir el frio de la arena húmeda, jugaba con el musgo que caía de los árboles y mojaba sus pies en las suaves corrientes que eran una caricia para su áspera y mestiza piel. Volvía rápidamente al finalizar la tarde para preparar la cena, volver a la cocina, apagar la leña, acomodar peroles y finalmente, preparar su cama para el momento esperado, éste donde sentía libertad completa de vivir realmente, de creer, de guardar esperanzas, donde podía ser ella misma, donde se encontraba con él que la esperaba en sus sueños, donde eran amigos, cómplices, amantes, compañeros de camino. Ella se aferraba con todas sus fuerzas, no quería volver, sentía que era su lugar en el mundo, que no había una realidad más grande que la soñada, hasta que esa extraña sensación de vacío invadía su estómago, subía a la garganta y sentía que le faltaba el aire, como si alguien pusiera unas pesadas manos alrededor de su cuello. Y ahí estaba de nuevo, presta a comenzar el día, uno igual, con el mismo despertar agitado y taciturno, esperando escapar a la arena del rio, aguardando nuevamente la llegada de su noche, lo único que podía sentir realmente suyo.


Pasaban los días y noches, volvían los sueños, volvía la lucha de aferrarse a ellos, de quedarse, de no volver, de querer vivir, de querer sentir, de querer caminar juntos, pero volvía también el vacío que invadía su estómago y subía a la garganta y otra vez estaba esa sensación, esas manos alrededor del cuello, ese miedo a morir para vivir realmente. Esa mañana despertó con una extraña sensación de tranquilidad, pasó el día igual que siempre, se fue a su cama más temprano de lo habitual y con el traje de domingo, se acostó, cerró los ojos y entró nuevamente a su mundo, a su lugar, él estaba ahí, con su mirada sencilla, honesta y algo temerosa, ella lo abrazó como solía hacerlo, lo besó con más fuerza y ganas que de costumbre, lo miró a los ojos con una valentía extraña, enfrentó por fin el miedo del vacío en el estómago, de la presión en la garganta, de la falta de aire, se aferró a él en un sueño profundo porque finalmente comprendió que sólo cuando soñaba, vivía realmente.

DÉJÀ VU

Por  Sara Delgado Vasquez

El torbellino de agitados pensamientos aumentaba. El pavor de su soñar al errático pálpito de su corazón alimentaba. Su cordura en un delgado hilo se balanceaba...
Las salinas gotas de sudor se deslizaban sobre sus sienes al intentar escapar de la red en que se habían convertido las sábanas. Las imágenes surrealistas habían esbozado en su mente sus más grisáceos temores, intercambiando por horrores sus más diáfanas ilusiones.
Abriendo sus párpados e intentando captar alguna luminosidad existente, o por lo menos, un atisbo de realidad del cual aferrarse, Elena observó el reloj de noche, el cual en sus números rojos indicaron las 2:43 de la madrugada.
Después de constantes intentos, logró repantigarse sobre la cama con debilidad, inhalando grandes bocanadas de aire para recuperar la tranquilidad. La oscuridad reinaba en el ambiente, las frágiles luces del exterior se filtraban a través del cristal de las ventanas, iluminando su silueta envuelta por la blanca tela de las sábanas. Inclinó su cabeza hacia atrás hasta apoyarla sobre el cabecero de la cama, cerrando sus párpados por un instante.
En medio del silencio, un débil chasquido revivió su intranquilidad, un golpeteo que aumentaba su frecuencia y proximidad. Agudizó su vista al observar cada resquicio de su habitación, deteniéndose involuntariamente en la figura que avanzaba en su dirección.
El hálito de la vida misma se congeló. Su corazón desbocado ahogaba la voz de alerta que florecía en su interior. Ante la presencia que se acercaba, su cuerpo se paralizó, aunque su mirada no abandonó la figura inhumana.
Su mirada -aún confusa por la falta de luz- se situó casi voluntariamente sobre la sombra que ahora le observaba con fijeza bajo el umbral de la puerta. Cerrando sus párpados con fuerza sintió como su cuerpo reaccionaba ante un grito sin sonido que desgarraba su garganta, despertando sus músculos entumecidos por el temor. 
Al abrir sus ojos nuevamente, encendió la lámpara situada sobre la mesa de noche, confirmando que era la única presencia en el lugar. Giró su cabeza hasta encontrar el reloj, observando esta vez cómo los números rojos dibujaban las 2:47 de la madrugada.

Inclinó su cabeza hacia adelante al tiempo que cerraba sus párpados, sintiendo como una delgada línea de sudor se deslizaba libremente por su rostro. Interrumpió el delicado descenso de la salina gota con la yema de sus dedos, advirtiendo cómo el pálpito de su corazón se agitaba una vez más, la luz de la lámpara se debilitaba, y el débil chasquido de instantes recientes se acercaba...

EL HALLAZGO

Por Juan Manuel Arboleda Taborda


Él desde pequeñito, desde que empezaba a entender que ése señor que salía en las noticias era el presidente de la República y que las reacciones violentas de su familia no eran en vano, que ése tipo era un completo desgraciado, se había dado cuenta que le faltaba algo. Le faltaba algo. No era pobre. Tenía amigos en la escuela, y cuando fue al colegio también, y en la universidad y el trabajo también. Le hacía falta algo. Pensaba que se le había sido negado una cosita cuándo nació. “¿Qué será? Me siento incompleto, vacío.” Este es un pensamiento común en cada día de su vida. Lo buscaba. Buscaba la verdad sobre lo que le habían negado y si se lo habían negado quería recuperarlo.

Él ya había pasado la época de la vida en la que uno busca cosas, había vivido bastante. Viajó, se enamoró, se casó, no tuvo hijos (no quería), viajó más, dio clases, compartió su conocimiento, pero algo le faltaba, le faltaba poco para completar un centenar de años. La cercanía a la muerte, que un viejo siente cuándo sabe que vendrá en cualquier momento, hace reflexionar quizá más, quizá menos, pero hace reflexionar. “No quiero por nada del mundo morir sin saber aquello que siempre he querido saber”, le dijo a su esposa; compartió por primera vez lo que adolecía su alma.

Buscó. Siguió. Halló cosas metafísicas. Halló cosas físicas. ¿Hallo lo que buscaba? No. Siguió buscando. Un decenio más había pasado y su esposa se encontraba ya en el cementerio viendo crecer el pasto mientras él, con unas cuantas mechas de cabello plateado, sin cejas, pecoso y arrugado iba agarrado a su bastón caminando en la calle pensando en lo que buscaba. “¡Casi un siglo! ¡Qué hijueputa pendejada! ¡Cárajo! ¡Mejor me muero ya!” Su pensamiento rondaba la rabia, a su mente sólo acudían groserías tras groserías, ideas malas tras ideas malas. Él quería descansar, quería descansar.

Él se sentó en un banquito de la plaza, en su pensamiento no quería seguir buscando más. Quería dejar así, morir allí, en calma, solo, un día de verano, sonriendo, incompleto pero satisfecho porque buscó.

Él se pone de pie con el corazón latiendo rápidamente y fuertemente. “¿¡Qué es eso!? ¿¡Lo habré encontrado!? ¿¡Acaso esto será!? ¡Es esto!”. Él muere en el parque, con una sonrisa.