viernes, 11 de marzo de 2016

HASTA QUE ALGUIEN CAIGA

Por Marco Antonio Mejía Barragán


“No se detendrá hasta que alguien caiga. Y una vez caído, se oscurecerá de nuevo”, decía en el papel doblado sobre la cajonera del espejo. Tras leerlo, Nahia frunció el ceño en confusión, creía que eran palabras muy vagas para un mueble tan llamativamente ornamentado. Pero no le dio más importancia, hacía frío y Rahmán la esperaba para dormir, debían ponerse de pie a primera hora y partir en cuanto pudieran. Caminaban todo el día, hasta que empezara a opacarse el blanco de la nieve que ya comenzaba a cubrir el Sulayr. Llevaban poco más de tres semanas en ello, sin rumbo alguno en particular. No podían tenerlo: Desde Medina Balansiya hasta Medina Jayyán, el emir Zayyán mandó a ofrecer una generosa cantidad de dinares por la cabeza de Rahmán, hijo del almuédano, y el paradero de Nahia, la menor de sus hijas. “Vaya suerte haber encontrado este sitio tan arriba en las busharrat”, dijo Rahmán, tapado por dos gruesas cobijas. “No creo que las piernas nos hubiesen aguantado más… o tu colorada nariz”, concluyó. “¡Ugh! No arruines el momento”, contestó Nahia. Se levantó y la abrazó por detrás, con nada más que la desnudez de ambos dándoles calor. La tomaba de sus pechos cuando algo en el espejo lo distrajo, creyó ver brevemente a su propio reflejo señalando a su derecha. Nahia no lo notó, tomó a Rahmán de la mano, lo haló a la cama, y calló sus pensamientos con un brusco, pero dulce beso en la boca. Era tan blanca como la nieve de la que se refugiaban, pero tan cálida como una mañana en Azahar. Le hizo recordar por qué hacerle el amor tal vez sí valía el hacerse perseguir hasta las cumbres gharnatíes. Y justo después, la realidad irrumpió en el extático momento para echárselo en cara. Oyeron un fuerte azote de la puerta, la gruesa voz de un hombre gritando “¡De esta no saldréis, Rahmán!” y una daga estrellándose en la pared justo detrás de él. Entró una intensa y gélida ventisca que apagó el candelabro junto al espejo, sumiéndolos en un oscuro intercambio de golpes y Nahia gritando temerosamente el nombre de su adorado. Después, la luz de la luna alumbró a Rahmán siendo empujado contra una alhacena, rompiendo algunos cajones. Se escucharon dos estridentes golpes sobre vidrio, y de pronto, un completo silencio. Nahia encendió una vela, vio a Rahmán poniéndose de pie y al otro hombre en el suelo, con un flechazo atravesándole el pecho y otro de la boca a la nuca. Entonces, voltearon hacia el espejo, vieron un par de hoyos en el vidrio y el reflejo de Rahmán detrás de estos, sosteniendo un arco.

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