viernes, 11 de marzo de 2016

VELAS ELECTRÓNICAS

Por Claudia Marcela Perez Madrid

Ha pasado mucho tiempo desde la primera vez que Raquel pisó por primera vez la Catedral. En ese entonces no tenía más de 6 años, cuando su papá la llevaba todos los domingos a encender una veladora por las almas de sus muertos. Siempre odió tener que ir a misa, pero aquel encuentro de alguna forma la llenaba de placer. El olor dulzón del incienso, un poco embriagador a veces, el susurro de las oraciones perdidas entre las columnas gigantescas, los chorros de luz entrando por los vitrales como miles de reflejos danzarines sobre las paredes siempre tan blancas, las palomas un poco adormecidas por tanto silencio y sobre todo el apretón constante de la mano de su papá, esa intimidad cobijada por su tristeza, ese eterno despedirse de sus seres queridos, de dar las gracias. Después de su muerte Raquel no soportó el peso del recuerdo, encendió una única vela el día del entierro, mantuvo bien cerrados los ojos para no llorar y partió al siguiente día para Bogotá.

No regresaría hasta 25 años después y cuando lo hizo no se imaginó hasta qué punto habían cambiado las cosas. Entró a la Catedral con cierta excitación, con una ansiedad que ella misma reconocía como ridícula. Caminó hasta el atrio, hasta donde solían estar las veladoras perfectamente ordenadas en el armazón de metal que servía de soporte, para encontrarse en su lugar con un nuevo lampadario electrónico, último modelo. El tintineo intermitente de las llamas plásticas simulaba el calor de las velas y un letrero indicaba claramente que cada veladora costaba únicamente 500 pesos. Una máquina conectada a todos los dolores del mundo, tan eficiente y moderna, tan  segura y despiadada. No sabía exactamente qué era lo que le molestaba tanto de aquel mecanismo, pero aquellas velas plásticas, aquel parpadeo robótico significaba algo repugnante, algo definitivamente muerto, hediondo, criminal. Salió de la Catedral rumbo a la ferretería. Nadie la vio entrar de nuevo con el tanque de gasolina y nadie se percató de su presencia hasta que el lampadario ya estaba en llamas, mientras el sacerdote y las viejitas rezanderas revoloteaban por toda la iglesia, mientras Raquel miraba las llamas esta vez sin parpadear, sintiendo su calor cada vez más cerca, un poquito más tranquila, un poquito más en paz. 

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