viernes, 11 de marzo de 2016

FOMORÉ

Por Juan Pablo Parra Escobar

En el umbral de la escalera, encerrada detrás de una delgada línea de luz, la oscuridad esperaba ansiosa. Sara observaba la gigantesca grieta la pared; parecía el orificio de entrada a una antigua tumba. Sin darse tiempo para pensarlo, la joven atravesó el pórtico. Después  de bajar algunos escalones, la oscuridad terminaba de consumir  su cuerpo que desaparecía al ser rodeado por la atmosfera oscura. Al llegar al sótano, un cimbronazo atravesó su espalda al sentir el aire muerto que contenía esa gran capsula de cemento. Tratando de no darle importancia al asunto, caminó unos dos metros, se giró, abrió la pequeña escotilla y lanzó una bolsa llena de basura por el agujero.

La noche respiraba con fuerza y una corriente de aire cruzó la instancia. Al sentir su presencia, Sara dio media vuelta: no había nada. La mujer sonrió para fuera, pensando que alguien vería que no estaba asustada. Dio media vuelta y caminó con pasos cortos y apurados, que intentaban alejarse de algo que venía, que se acercaba desde algún punto en la oscuridad. Pero era absurdo, aún si corriera no se habría alejado nada, estaba en todas partes. Segura de que la sorprenderían por la espalda; giró rápidamente: no había nada.

Al llegar a los escalones, se dio un aire y empezó a subir con pasos lentos, apoyando las manos en las paredes grumosas y pensando en lo infantil del asunto. Pero su cuello se disparó hacia su espalda, en un reflejo instintivo ante el peligro: no había nada. En la   penumbra total, el sótano no parecía vacío, parecía más un lugar tan poblado que faltaba el aire y la luz era insuficiente. Se trataba de una oscuridad densa, sólida, llena de seres escondidos esperando atacar.

Consciente de su presencia, Sara subió rápidamente los primeros escalones, levantando mucho las rodillas para evitar que la tomaran de los tobillos. El aire se movía pesadamente, intentando detenerla. Pero ella redoblaba esfuerzos, su respiración estaba agitaba y su corazón palpitaba sin razón. Detrás de ella, nada se inmutaba; todos seguían tranquilos, sigilosos. Sin realizar mayor esfuerzo, las tiniebla rodeaban el cuello, los brazos y piernas, de la mujer que corría enloquecida escaleras arriba, moviendo sus brazos para ver en la oscuridad.

Al llegar a la mitad de la escalera, resbaló, se incorporó de inmediato, segura de que estaba cerca, avanzó trastabillando, casi hasta gatear.  Cuando recuperó el control de su cuerpo, la mujer se detuvo un segundo, pero incapaz de mirar atrás, de sentarse a esperar la muerte, que se acercaba como un tren a toda marcha, siguió escaleras arriba, corriendo tan rápido que su corazón estaba a punto de reventar.


La superficie oscura del agujero se rompió cuando Sara la atravesó. Como un ahogado que sale del agua, blanca, con los ojos desorbitados y la respiración agitada. Y más allá del  pórtico, nada cambiaba, las sombras y la penumbra se mantenía inmóviles, esperando que algo se atreviera a entrar.    

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