lunes, 14 de marzo de 2016

CONSTELACIONES DE ESTRELLAS AMARILLAS

Por Luis Miguel Mesa Díez

Tardaron mucho en darse cuenta de que se amaban. Amaban de la manera en como se 
amaban abuelos: él la veía en la iglesia endomingada al lado de su madre, escapulario 
en mano, velo negro. Él también se ponía el baúl, zapatos lustrados, buscaba hacerse 
tras ella en la fila para comulgar, o a la salida. Se estaba cerca de ella para mirarla y para 
olerla, porque sí que huele delicioso, lo entiendo. Es un olor a pinar en mañana fresca el 
que emana de ella. Para sentirlo en la fila entre la gente había que concentrarse y a veces 
hasta cerrar los ojos para aislar su aroma del incienso de la ceremonia y del calor humano. 
Un día caluroso de una semana santa hubo que acercarse tanto que así, inclinado y con 
los ojos cerrados, lo vio doña Mercedes, y por la palidez de su hija, supo que él era el que 
dejaba la flor amarilla en el alfeizar.

Antonio y Cecilia ya habían ido a la manga.

Antonio no hacía mucho, menos de lo que se podía hacer en uno de esos pueblos 
cercados por montañas que abundan en Antioquia. Era buen mozo, eso sí, pero revoltoso 
y mujeriego. Se la pasaba en la heladería que murmuraba tangos, oscura, de olor ha 
guardado y a greca que había en una esquina del parque. El letrero en la puerta rezaba 
"heladería", pero no vendían helados y la frecuentaban los que no rezaban.

Fue en las fiestas del pueblo, en enero, en que se supieron Antonio y Cecilia. Entre la 
pólvora y la música también se dijeron que ella se arreglaba más ahora para ir misa, y que 
ahora él iba a misa. Desde entonces se siguieron viendo a escondidas los viernes, cuando 
Cecilia, según su madre, estaba con Rosario, la hija del alcalde. No sabía la madre que la 
hija del alcalde hacía mucho que por el solar dejaba entrar también a Antonio, el liberal. 
Tampoco sabía que detrás del solar había una manga que era un tapiz de maní forrajero, 
una constelación verde de estrellas amarillas donde una noche Antonio le mostró a Cecilia 
el amor y la pasión que había detrás del muro de temores que habían construido la abuela 
Mercedes y la misa de los domingos alrededor del cuerpo de Cecilia.


Cuando volvió a saber de él, Cecilia hacía muchos años que se había curado de la grave 
enfermedad que por casi siete meses la había encerrado en casa, que la ocultó de los ojos 
necios del pueblo y de la que se curó cuando nací yo, que no tengo padre, pero sí un solar 
con constelación de estrellas amarillas que mi madre riega con lágrimas cada mañana y de 
la que toma un puñado que pone bajo una cruz en un campo cada domingo.

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