lunes, 14 de marzo de 2016

PENA ACUOSA

Por Alejandro Scott Obregon

Tenía la frustración en su máximo punto. El viejo se levantó esa mañana y enseguida sintió un olor podrido y compacto. Hacía ya veinticinco años que estaba esperando ese día, y en su mente no había lugar para nada más, salvo el mismísimo hecho de que ese día iba a ocurrir su muerte. Tenía muchos interrogantes aún, algunas sensaciones que le eran desconocidas. Sin embargo, estaba seguro de que ya no tendría más tiempo. Un reloj destartalado que había estado colgado en la sala durante años daba cuenta con su sonido de que, además, la frustración de aquel hombre tenía un ritmo inalterable. La catarsis emocional ni siquiera aparecía en las esquinas de su mente laberíntica, mente que además de ser mente y mantenerlo con vida, era su verdugo. Estaba poseído. La sentencia estaba por cumplirse y él recogió sus cosas, guardó en su cesto la ropa que tenía puesta y la cambió por la que había preparado la noche anterior. Cuando las manecillas del reloj juguetearon con el amanecer, el hombre se encontraba sentado, mirando la ventana. Unas aves hacían saber al mundo con su vuelo que el mecanismo gigante de la vida había comenzado a andar.
El hombre se mecía en la silla, esperando que la sentencia hiciera acto de presencia en ese mundo tan monótono en que se había convertido el interior de aquellas paredes de madera en medio del bosque. Un sonido se coló por entre las rendijas de la ventana, al principio suavemente, con el fin de tomar forma y desembocar en una vibración del suelo y de las paredes de la casa. Del tractor descendió una dama. Al verla, los ojos del viejo se nublaron por completo. Vació un saco repleto de papeles en la puerta del viejo y exigió, con la mirada fija en la ventana, que el viejo saliera.
No entendía qué hacía ella ahí, ni mucho menos que hubiera traído tantos papeles. ¿Quien iba a limpiar todo ese desorden? Bajó por el pórtico hasta tenerla de frente, y al agacharse y tomar uno de los papeles, leyó: Ana. Le había traído un saco repleto de cartas de aquella susodicha a la que le entregó su última noche de lujuria, un café con huevos y pan tostado a la mañana siguiente, y las cartas correspondientes a trescientos meses. La dama inquieta de veinticuatro años contemplaba, con las manos en la boca y la mirada aterrorizada cómo las cartas adoptaban el color de la sangre del viejo, luego de que su corazón se detuviera cuando llevado por aquel episodio emocional, sacó un revólver de su bolsillo y se voló los sesos frente a ella.


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