jueves, 18 de febrero de 2016

PILATUNAS

Por Didieyson Farley González Quintero

Una mañana calurosa de diciembre, después de que el sol se colara por la ventana de la habitación, decidimos emprender la aventura. Eddie y yo ese día íbamos a lograr una hazaña que días antes nos habíamos trazado.

En las afueras del pueblo vivía un viejo llamado Jeremías, en una casona vetusta y colonial. Vivía solo. Cuentan que cuando su madre murió enloqueció y se encerró allí, no volvió a hablar con nadie, su única compañía era un perro holgazán que nunca se apartaba de él. Las gentes decían que en su casa guardaba un tesoro incalculable, que por eso no dejaba entrar a nadie allí, y que si alguien osaba entrar, lo mataba y se lo comía.

Ese día marcó para siempre mi memoria, pues desde entonces nada fue igual.

Por varias semanas consecutivas espiamos al viejo y descubrimos que todos los días, a las 3 de la tarde iba hasta el cementerio, a llevarle flores a la tumba de su madre. Poco antes nos acercamos al lugar y esperamos. Lo vimos salir y lentamente su silueta se perdió a lo largo del camino, entonces corrimos hacia la entrada y saltamos la cerca.

Nos colamos por una ventana de fácil acceso y para nuestro asombro, la casa estaba llena de basura: botellas, cajas, muebles, desechos, juguetes viejos… Inspeccionamos toda la vivienda sin encontrar nada de valor, hasta el sótano estaba lleno de basura, las cosas que la gente desechaba, incluso me llamó mucho la atención ver allí unas revistas que mi madre había tirado días antes.

Buscamos y rebuscamos hasta el cansancio. De pronto vimos una sombra acercarse a la puerta, ¡era Jeremías...! Poseídos por el terror tratamos de escondernos, pero el chandoso nos olfateó y empezó a ladrar. El viejo abrió la puerta y el perro sigilosamente se acercó precisamente al lugar donde estábamos y siguió con sus ladridos. Jeremías nos descubrió. Corrimos hacia el patio, el perro nos perseguía, también Jeremías, aun recuerdo sus ojos endemoniados y la expresión de su rostro al gruñir. Eddie tomó un palo y ahuyentó al perro mientras yo trataba de abrir la puerta trasera, el viejo nos respiraba en el cuello, sin embargo pudimos alcanzar la cerca. Yo salté, pero Jeremías agarró a Eddie, este le golpeó de puntapié y pudo zafarse, salto la cerca y escapamos. Salimos de allí corriendo, a lo lejos se escuchaban los gritos de aquel anciano diciendo que nos buscaría para matarnos. Esa noche no pude dormir, veía el rostro de aquel hombre cada vez que cerraba los ojos.

Nunca más volví a saber de Eddie, pues mi madre me prohibió su amistad, porque lo consideraba una mala influencia. Quince días más tarde un extraño rumor se escuchaba en el pueblo; encontraron al viejo Jeremías muerto en la vieja casa llena de basura. Muchos decían que se suicidó por que no aguantó más la ausencia de su madre, pero yo creo que murió de pena, pues no soportó que violáramos su intimidad

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