Por Tomás Buriticá Vasquez
Alejandro Quintero, un
guardaespaldas, bajaba a las nueve de la noche, en compañía de su mejor amiga
Katheryn, por una calle de Medellín. De repente vio que un hombre alto, blanco y vestido de negro, los estaba mirando, razón por la cual rompió
el silencio:
-Kathe, ¿sí ves a ese tipo
tan raro que no nos quita la
mirada de encima? ¿Qué querrá de nosotros?
-No sé de qué me hablas.
-¿Cómo que no sabes? Mira, está en
frente de nosotros, imposible que no lo veas.
-En serio, Alejo, no veo a nadie. Ya
me estás asustando, no me gustan ese tipo de
bromas.
Mientras seguían caminando, el guardaespaldas continuaba
viendo personas y su amiga insistía en no ver a nadie.
-Katheryn, ¿qué hará ese
niño, solo, a estas horas en la calle?
-¿Cuál niño?
-Ese que está a tu izquierda.
-¡Alejandro Quintero, no veo a
ningún pequeño! ¡Entiéndeme, no veo a nadie!
Siguieron avanzado calle abajo, hasta
que él nuevamente se detuvo al ver que una señora tenía los ojos puestos en
ellos. Katheryn nuevamente negaba ver a
alguien. Quintero, confundido,
sacó su arma, apuntó, disparó, y enseguida notó que a aquella señora le
comenzó a salir sangre del pecho mientras caía al suelo. Su amiga estaba serena, como si no hubiese escuchado el
disparo ni visto a aquella mujer agonizante. Alejandro escuchó que unas
sirenas se aproximaban, pero Katheryn
seguía serena. Él tiró el revolver
al piso cuando se dio cuenta de que la
policía estaba en el lugar, se dirigió a su amiga agitado y le gritó:
-¡Katheryn! ¿No habías dicho que no
veías a nadie?
Uno de los policías se acercó,
apuntándole con una pistola a Quintero y
le preguntó:
-¡Señor! ¿Con quién habla?
-¡Con Katheryn!
-Señor, yo no veo a nadie...
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