Por Silvia Alejandra Tamayo Rodas
Sentado solo, en el último rincón de aquel café, no quería pensar en volver a casa, mucho
menos al trabajo. Pensaba en el momento de paz inmenso en que se encontraba, el mundo
no existía. Para luego los problemas, otro día las soluciones. En otra vida la realidad. En su
mente el sonido de un saxofón distante y melancólico que combinaba bien con la leve brisa
que se vislumbraba por la ventana.
Pero seguía allí, con las manos aferradas fuertemente a la taza de café que había pedido
minutos, horas, no sé cuanto tiempo atrás, y su mirada se perdía entre las motas que
alcanzaba a distinguir del café, y en su pensamiento trataba de ir más allá, ¿cómo era que
había terminado allí?
Ahora sólo una nebulosa nublaba su cabeza, y no quería pensar en nada pero pensaba en
todo, y entonces se preguntaba si alguna vez Dios tendría que estar así, y joderse la cabeza
creyendo que la vida era más bien respirar el aroma de las cosas simples, y no hacer nada,
sólo cerrar los ojos, sólo sentarse en ese rincón.
Y todo comenzaba a sobrarle, y el astronauta pensaba que volaba y que por fin podía
deshacerse de su pesado traje y navegar, sin peso, por el vacío infinito, la oscuridad eterna
y el silencio que era suyo desde siempre. Y entonces ya el mundo y las preocupaciones no
significaron nada y entonces entendió que estaba en la magía, allí en ese intante… No era
cierto, no podía ser el único que lo estuviera sintiendo, no podía ser el único ser en el cual
la magia hubiera decidido alojarse.
Luego, todo dentro de él quedó en calma, y miró a su alrededor para descubrir que todo
seguía igual, pero, ahora él flotaba, era tan leve que sólo podía quedar suspendido en el
aire, y le alegró que los cafes en París no cerraran jamás, porque entonces podría quedarse
allí para siempre. Un café, dos, tres, flotar, quedarse suspendido en la nada, en el todo y no
saber quien era. Tal vez era Dios, tal vez era un vagabundo, una mesera, tal vez era un
gusano que soñaba con ser astronauta. Quizá era la magia.
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