Por Luis Andres Velez Aguirre
Sentía
que habían pasado horas desde que empezó a correr, estaba agotado y el frío de
la brisa nocturna del mar le entumecía el rostro. A lo lejos podía ver como la
causante de su naufragio envolvía sin compasión alguna los restos de su embarcación,
y cubría las huellas sin forma ni patrón que él había dejado en la arena; era
una niebla densa que generaba sentimientos abrumadores de soledad y
desesperación.
Se
halló frente a un oscuro bosque, el cual daba la impresión de desatar imágenes propias
de lo que causa temor, sin embargo, no tuvo más opción que atravesarlo
asegurándose a sí mismo que nada podría ser peor a la opresión que sentía
cuando estaba cerca de aquella fría cortina de humo. Mientras caminaba
torpemente entre los árboles, tropezándose constantemente con ramas sueltas y
rocas, se preguntaba si aquel viaje había valido la pena; aquella travesía que
supuestamente resolvería el conflicto inscrito en cada uno de sus pensamientos.
Cada
vez que se adentraba más y más al bosque, la niebla acechaba con mayor
ferocidad, haciendo que el arrepentimiento surgiera con cada paso que daba. En
un sendero que seguía pudo vislumbrar una pequeña luz que sobresalía en la
penumbra, pero en esta ocasión no tuvo ni un ápice de duda para dirigirse hacia
ella lo más rápido que su fatigado cuerpo le permitía.
Un
claro en medio del bosque se habría frente a sus ojos, en el centro había una
pequeña laguna de aguas calmadas y cristalinas, la cual reflejaba de la orilla
a una dama sentada sobre una roca aplanada. La luz de la luna llena brillaba
con centelleos danzantes sobre la piel de aquella figura. Ella dirigía el
rostro hacia el cielo estrellado con los ojos cerrados y cuando volteó para
mirarlo, la niebla había desaparecido.
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