Los genes de Salomé
han viajado por más de veinte generaciones.
Esa noche, la intento
recordar por el exceso de personas, por el café convertido en licor y la música
a todo volumen que no permitió una charla. Esa noche, en la que todo parecía
concluido, en la que nada llamaba mí atención porque sin consecuencia alguna
todo se podía mandar al olvido. Esa noche, me parece que fue esa noche, en la
que uno de los tantos que merodeaba por el lugar me presentó a una nueva
Salomé.
Ella estuvo esa
noche, nunca escuché con claridad su voz pero el gesto en su rostro lo pude
haber traducido como un saludo.
Por ahora nada de
lo dicho tiene importancia, pero lo que ocurrió después es lo que me convence
que todo esto sucedió esa noche.
No he podido olvidar
a Salomé saboreando sus labios, su lengua deslizándose sobre ellos con
delicadeza, tal vez era porque estaban resecos y necesitaba humedecerlos, o era
simple, ella necesitaba degustar una vez más el sabor a muerte que había dejado
la fría boca del decapitado Juan Bautista.
Esa noche no fui
capaz de preguntárselo.
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