lunes, 14 de marzo de 2016

FIN DE SEMANA CON LOS ABUELOS

Por Juan Jose Poveda Posada

Luego de reunir la suficiente fuerza para abandonar el cómodo lugar donde reposaba. Mi deliciosa cama, forrada en una sábana azul clara con pepitas blancas, me preparaba para descargar mis pies sobre el piso fresco color sapote de mi cuarto, que me hacía entender que el uso de las chanclas era innecesario y un mero capricho de mis queridos.
Siendo las nueve en puntilla, sacaba mi cabeza del cuarto, observando si había visita, o cualquier tipo de personaje sospechoso que descubriera mis pasos furtivos hacia la cocina. Por lo general (siempre) Telva me descubría, ni siquiera casi llegando a la cocina, sino en el momento preciso que iniciaba mi travesía.  –“Póngase las chanclas”- me repetía todas las mañanas, antes de darme el saludo. Teniendo ya las chanclas puestas, me saludada con un cariño incomparable, dándome un pico chiquito en la mejilla, rebosante de amor y sinceridad. ¡Cómo podía yo sentirme tan protegido por una abuela de 80 años! -me pregunto ahora, cuando recuerdo cuán importante fue para mí.  Ella tenía la fuerza de cien hombres y la habilidad de cualquier atleta.
Antes de adelantarme hasta el desayuno, se me hace  necesario mencionar al abuelo Telvo, hombre hermoso, inteligente y “buen mozo”. Él siempre descubría mis andanzas, me miraba mientras echaba mis vistazos cotidianos afuera del cuarto. Se sentaba en una mecedora que recostaba en la pared, y que le permitía,  por una lado, encontrar una puerta de salida para el patio, que le arrullaba con la brisa fresca de la mañana y el canto hermoso de las abuelitas y pájaros amarillos con cresta café, y por el otro, la puerta que daba a la calle, donde regalaba alegrías, con su saludo honesto, sonriente y respetuoso. De esa forma, las dos puertas del patio y la calle le quedaban en  los costados de su cara, mas el frente de su mirada, se encontraba la pared del fondo de la casa, parte en la que quedaba mi cuarto. Él era cómplice de mis andanzas, y aunque no evidentemente, sé que pensaba, “ya este vergajo va para la cocina. Dejémoslo a ver dónde lo descubre misia Telva”.Así, después de que yo era descubierto, y de que me ponía las chanclas, me dirigía a saludarlo. Lo miraba con ojos de complicidad y cariño. Él, mientras tanto, me sonreía y me daba la mano, como alegrándose de mi juventud y de nuestras proezas.

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