Por Ana Violeta Granados Roa
Hay un monstruo debajo de mi cama, lo escucho rugir todas las noches. Cuando los ruidos del
mundo se apagan y el silencio de las calles ensordece, el monstruo se retuerce y despierta,
araña las tablas de mi cama y susurra palabras de espanto. Yo lo escucho con miedo y le
imploro que no salga. Le pido que se quede confinado en ese espacio, que le pertenece solo a
la noche, pero no siempre obedece. En ocasiones, extiende sus garras desde la oscuridad y se
aferra a mi cabello, acaricia mi rostro y toca mis ojos, llena mis oídos con su voz pestilente y no
me deja escapar. Cuando amanece, sigo petrificada en mi lugar sin haber cerrado los párpados
ni un instante. Me levanto como un autómata, salgo a la calle y, aunque las garras ya no me
aferran, el monstruo sigue ahí, acunado en mi pecho, esperando la noche para continuar mi
tormento.
No sé en qué momento apareció el monstruo, cuando era niña, no estaba ahí. En esa época me
iba a la cama con el corazón tranquilo y soñaba con mundos fantásticos y alegres, con un
presente- mañana prometedor. Pero un día apareció. No era el monstruo que es ahora, en ese
tiempo no era más que una presencia, un sentimiento de que había algo que estaba ahí, inocente,
escuchando. Después, fue un susurro, demasiado leve para considerarse real, demasiado lejano
para ser una amenaza. Con el paso del tiempo, empezó a tomar forma, la presencia iba creciendo,
así como mi inquietud. Ya no era un simple susurro, ya no era una sensación. Tenía cuerpo y podía
oír cómo se arrastraba, justo debajo de mí, intentando salir. Lo más terrible fue escuchar, por
primera vez, cómo llamaba mi nombre con esa voz gélida y espectral que, hasta el día de hoy,
eriza mis vellos y estremece cada fibra de mi ser. Lo más terrible era no poder escapar, era sentir
cómo, con su hipnótica voz, conseguía hacerse cada vez más fuerte, a costa de mi silencio.
El monstruo se ríe de mí en este justo instante. Araña las tablas de mi cama, haciendo que un
escalofrío recorra mi cuerpo. Me recuerda que puede extender sus garras y ahorcarme, pero no lo
hace porque disfruta mi tormento. Me ordena que lo libere para que pueda acabar conmigo de una
vez por todas y es entonces cuando descubro la verdad: si necesita mi permiso es porque he sido
yo quien lo ha creado, he sido yo quien lo ha encerrado ahí, he sido yo la causante de mi suplicio.
No fue su alimento el deseo de un ente maligno, no fue su motor una maldición. Fueron los sueños
que abandoné, los pedazos de inocencia que permití que me fueran robando, los trocitos de ilusión
abandonados por el camino los que, poco a poco, le fueron dando al monstruo forma y sustento.
Esta revelación me llega como un rayo en campo abierto, pues comprendo ahora, más que nunca,
que no he podido escapar, pues he sido, al tiempo, víctima y asesino. Mas si hay algo rescatable en
esta terrible historia es el siguiente mandato, que muy tarde he comprendido: no abandones tus
sueños, no los dejes morir, pues cuando lo hacen, en lugar de ir a un cementerio de sueños, éstos se
transforman en monstruos que no te dejan dormir.
Muy bonito Violeta, estremecedor al mismo tiempo, casi como las pesadillas de Peter Pan.
ResponderEliminarTan triste y tan real *-*
ResponderEliminarTan triste y tan real *-*
ResponderEliminar<3
ResponderEliminarTe felicito amiga. Es un cuento que no se olvidara fácil.
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