Por Julián Alberto Patiño Murillo
Si bien creo a pie juntillas en aquel viejo adagio popular según el cual “donde hay carne,
hay fiesta”, siempre me he preguntado la razón del gusto que los hombres mayores, en
general ya jubilados, encuentran por las mujeres de “gran” tamaño: aquellas féminas de
carnes generosas (¿o tal vez generosas de carnes?) y abundantes atributos, de figura
robusta y voluminosa, por decirlo de alguna manera. Me encontraba en una tienda de barrio,
entre varios señores de edad, ponderando ésta y otras cuestiones de similar importancia
con la compañía de cerveza, cuando súbitamente irrumpen varias personas en el establecimiento,
buscando un lugar dónde guarecerse de la inminente lluvia. No presté especial atención a los
recién llegados, cuando de pronto, desde la esquina opuesta, se escucha una voz gruesa:
- “¿Qué se toma, bella dama? Con esas posaderas puede sentarse donde quiera, mi reina.”-
La aludida, una robusta mujer de inmensas caderas, voltea su cabeza, pero rápidamente trata
de ignorar el comentario al identificar al autor del mismo, un hombre de unos sesenta años,
con algunas copas encima, de cabello entrecano y un bigote que por lo oscuro y tupido no
parecía encuadrar en esa cara. Los piropos sobrevienen, una y otra vez, sin subirse de tono,
pero de una intensa y socarrona coquetería, mientras la mujer nerviosamente se esfuerza en
mirar para otro lado; sin embargo, algunos de sus acompañantes se percatan del hecho, y
jocosamente comienzan a interpelar al galante caballero. Inevitablemente, se escucha un
comentario sobre el mostacho de nuestro Romeo, implicando lo obsoleto y arcaico del mismo.
- “¿Éste bigote?”, preguntó retóricamente, llevándose las manos al mismo acariciándolo entre
dedos índice y pulgar. “¿Este bigote? Si supieran dónde ha estado este bigote”, continuó, y
esta vez soltó una carcajada profunda. Envuelto en su risa, con un gesto ampuloso se relamía
los labios mientras se apretaba el bigote contra la nariz, buscando un olor, un recuerdo dentro
de esa frondosa selva de cabello facial. “Esta tarde estaba haciéndole la miné a una dama”,
espetó de repente. Sin darle tiempo a nadie de averiguar si se refería a un artículo de tocador
o un mueble decorativo, agregó con orgullo: “¡Y todavía me sabe a vulva!”
Me pareció chevere, el nombre atrae de inmediato, pero hay ciertos signos de puntuación claves para embellecer el texto que no pusiste, pero de resto divertido, me gustó
ResponderEliminar¡Qué bueno! Seguro ese bigote tiene muchas aventuras que valdría la pena contar.
ResponderEliminarBuenísimo!. Divertido,te engancha de principio a fin.
ResponderEliminarMuy bueno, espero que Vulvas a escribir.
ResponderEliminarEs genial saber que hice parte de este cuentojajajaja me trae hermosos recuerdos. ..
ResponderEliminarEs genial saber que hice parte de este cuentojajajaja me trae hermosos recuerdos. ..
ResponderEliminarConcuerdo con Carolina Echeverri Orozco en que un par de signos de puntuación estilizarían aun más el cuento, pero sin lugar a dudas me gusto, sobre todo por el echo de enmarcar una situación que podría desarrollarse en un contexto con el cual podríamos identificarnos fácilmente. Muy divertido!!
ResponderEliminarMuy buen cuento, digno representante de la tradición oral: historias que se cuentan en una cantina, en una tienda, en la plaza; pasan de boca en boca, y bien vale la pena contarlas.
ResponderEliminarMuy divertido y colorido el personaje. Solo le cambiaría el título.