LUCIDEZ

Por Daniel Montes Pinzon

El cuarto y su gélido ambiente; la ventana; el haz de luz que solemnemente entraba a través de las cortinas, raídas, sucias, polvorientas, tóxicas; aquellas sombras macabras y frías de los muebles y la finura extravagante de su colocación; la dureza de las almohadas amontonadas; el grifo goteando, el constante Tic Tac del reloj de pared; el crujir de la cama; el ruido vespertino de la ciudad que aturde sus oídos y descompone su cuerpo. Él.

Él con su aletargamiento, su constante dolor en el pecho, la tos tísica de su memoria, su malestar espacial y su vigor corporal. La lluvia que entra por la ventana; que cae sobre el tejado, sobre las calles y las multitudes; sobre su fuego apagado.

¿Quién pudiese pensar en lucidez en este mundo? ¿Acaso alguien se atrevería a encender la calefacción; cerrar la ventana; lavar las cortinas y desintoxicar la habitación? ¿Puede alguien reacomodar los muebles; cambiar las almohadas; cerrar el grifo; quitar el reloj y arreglar la cama? ¿Aparecería alguien que callara de una vez por todas, esa maldita ciudad?

De esta manera, reinventaría su rutina, dormiría y se levantaría temprano, haría ruido con las demás personas; se escucharía su voz en los bulevares y avenidas, entraría luz en su cuarto; sonreiría en las mañanas y aliviaría su consciencia fatigada; ya no retumbarían con malestar sus oídos ni dolería su pecho; contendría la tos; alejaría a los muertos de su cabeza; cavaría tumbas para cada uno de ellos; exaltaría su memoria ¡Encontraría la lucidez!