Por Ivan Dario Castrillon Escobar
Desde que llegué al barrio vimos muertos cada semana.
Era el año de 1998, llegamos acá desde Cartagena de Indias porque a mi papá lo atracaron
un 23 de Diciembre y le dieron con un bate en la pierna. La Medellín de ese entonces
estaba más caliente como dicen los papás de uno, pero aún así tocaba convivir con esa
calentura en los barrios. El mío es la frontera de muchas cosas; vas hacia Bogotá, tienes a
otro municipio al lado y 3 barrios más en los otros costados. El río siempre lo percibí junto
con mis amigos, como un botadero de cosas, incluso de personas.
Era muy normal para nosotros ver, mientras elevábamos cometa o jugábamos bolas, cómo
sacaban uno o dos cuerpos destrozados de las aguas del Aburrá; perritos, cerdos, o cosas de
la casa que ya no se usan.
Ahora tengo 23, el barrio ha cambiado mucho desde entonces; los tiraderos de basura son
vías y jardines; las casuchas ahora son casuchas de materiales más resistentes, pero con la
fragilidad innata de siempre. Al caminar por el puente que conduce a mi casa veo el río
constantemente y recuerdo tantos muertos; ahora mismo, por ejemplo, están sacando una
mujer; su cuerpo está apretujado contra unas rocas y hay una bandada de gallinazos
esperando para saborear esa carne lívida y rancia.
Hay demasiada gente arrumada como es de costumbre cuando éstas cosas pasan. Yo soy un
chismoso nato, el barrio me lo enseñó y ahora mismo estoy presente sobre el puente,
mirando cómo sacan el cuerpo de la chica; todos están consternados. —¡Qué muchacha tan
joven!— dicen algunos. —¡Qué pesar, se ve que era hasta bonita la muchacha!—
Los Bomberos atan el cuerpo con una soga gruesa y la halan a la orilla del río, junto a un
arrume de cascajo de uno de los vecinos que trabaja en esa vega. Todos se juntan para ver
el cuerpo con sus caras expectantes, todos murmuran cosas y hablan socarronamente.
—¡Ah¡ es un travesti, lo mataron por marica—
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