Eran
las seis y treinta y cinco de la tarde, el cielo estaba revestido de ese azul
particular que no tarda más de diez minutos en desvanecerse, y por la puerta
principal de un edificio sin mucha gracia se asomaba él con un aire diferente
al de cada día. Se trataba de un hombre alto y ciertamente moreno, que además
de un maletín, cargaba con una presencia de potencial aún no explotado. Y es que tenía un conflicto
declarado con esos conceptos contra los que había luchado históricamente el comunismo;
era un radical admirador de la Revolución bolchevique, o bueno, radical dentro
de lo que puede serse en un país latinoamericano con una historia política atravesada, en el sentido más visceral
del término.
Tras
el sonido que a sus espaldas le avisó que la puerta había cerrado
correctamente, el hombre se acomodó el abrigo y cruzó la calle para caminar por
la acera izquierda en coherencia con
razones acordes a sus perturbaciones políticas; alzó su mirada y mientras
parecía sonreírle a la luna, susurró:
–Hoy sí, hoy es el día.
Se
lo repitió una y otra vez durante los dieciocho minutos que le tomó llegar a
casa con ese paso largo y esa postura orgullosa que llevaba; abrió sin
dificultad la puerta y a cada movimiento iba tirando al suelo lo que llevaba encima,
primero el maletín, luego el abrigo y, por último, justo en el umbral que daba
al baño, la presencia nunca explotada.
El hombre se detuvo a instancias del retrete, bajó su pantalón hasta dejarlo a
la vista, lo tomó con su mano izquierda y, tras una sonrisa de medio lado,
apuntó con decisión.
Sería
la primera vez que orinaría sin salpicar.
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