Ha pasado mucho tiempo desde la primera vez que Raquel
pisó por primera vez la Catedral. En ese entonces no tenía más de 6 años,
cuando su papá la llevaba todos los domingos a encender una veladora por las
almas de sus muertos. Siempre odió tener que ir a misa, pero aquel encuentro de
alguna forma la llenaba de placer. El olor dulzón del incienso, un poco
embriagador a veces, el susurro de las oraciones perdidas entre las columnas
gigantescas, los chorros de luz entrando por los vitrales como miles de
reflejos danzarines sobre las paredes siempre tan blancas, las palomas un poco
adormecidas por tanto silencio y sobre todo el apretón constante de la mano de
su papá, esa intimidad cobijada por su tristeza, ese eterno despedirse de sus
seres queridos, de dar las gracias. Después de su muerte Raquel no soportó el
peso del recuerdo, encendió una única vela el día del entierro, mantuvo bien
cerrados los ojos para no llorar y partió al siguiente día para Bogotá.
No regresaría hasta 25 años después y cuando lo hizo
no se imaginó hasta qué punto habían cambiado las cosas. Entró a la Catedral
con cierta excitación, con una
ansiedad que ella misma reconocía como ridícula. Caminó hasta el atrio, hasta
donde solían estar las veladoras perfectamente ordenadas en el armazón de metal
que servía de soporte, para encontrarse en su lugar con un nuevo lampadario
electrónico, último modelo. El tintineo intermitente de las llamas plásticas
simulaba el calor de las velas y un letrero indicaba claramente que cada veladora
costaba únicamente 500 pesos. Una máquina conectada a todos los dolores del
mundo, tan eficiente y moderna, tan
segura y despiadada. No sabía
exactamente qué era lo que le molestaba tanto de aquel mecanismo, pero aquellas
velas plásticas, aquel parpadeo robótico significaba algo repugnante, algo
definitivamente muerto, hediondo, criminal. Salió de la Catedral rumbo a la
ferretería. Nadie la vio entrar de nuevo con el tanque de gasolina y nadie se
percató de su presencia hasta que el lampadario ya estaba en llamas, mientras
el sacerdote y las viejitas rezanderas revoloteaban por toda la iglesia,
mientras Raquel miraba las llamas esta vez sin parpadear, sintiendo su calor
cada vez más cerca, un poquito más tranquila, un poquito más en paz.
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