Se encontraba el pequeño ya dentro de la habitación. La puerta se había
cerrado tras de él, producto de la brisa nocturna que con estruendo lo encerró
en la pequeña biblioteca. La luz era escasa, solo la luna y unos pequeños
cristalinos infantiles le permitían entender su entorno. La bombilla estropeada
desde hace tiempo paso a formar parte de la decoración junto a la alfombra
persa, la silla de madera, el escritorio mohoso, el estante polvoriento y la
ventana colonial; que en aquel contraste de luz y oscuridad generaba sombras
que acechaban la frágil mente del infante. Llevado allí por la curiosidad,
contrariando la palabra de su madre, se privó de la opción de pedir ayuda, temiendo
más a ella que a aquellos espectros.
Se encogió en posición fetal en medio de la alfombra, llorando en
silencio. Sin pedir ayuda. Sin abrir los ojos. Escuchando al viento que dotaba
de voz a sus temores, y a la brisa que les daba cuerpo. El valor lo abandonaba
al igual que la luz de la luna. Pronto quedaría a solas con ellos. Ellos que
son frutos de la mente; vistos, sentidos, y consignados solo por aquellos valientes que se atreven a retratarlos en las
novelas y cuentos. Fue de allí de donde brotaron, con un sonido como el del
pasar de páginas iban poniéndose de pie. Acercándose con pasos silenciados por
la alfombra, pero perceptibles para él que estaba recostado en ella. La deforme
mano que lo agarro arrastro su pensamiento a un profundo abismo lleno de
monstruosidades amorfas y grotescas, solo cuando estuvo a punto de llorar y de
pedir socorro la puerta que lo retenía se abrió. Apareciendo una figura materna
iluminada a contraluz por el pasillo.
¿Qué es este desorden? – Escucho de ella.
Mientras, que al darse la vuelta intentado despertar de su terrible
pesadilla volvía a ella, tras ver como todos los libros de la biblioteca se
encontraban esparcidos y abiertos por el suelo. Acechándolo.
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