Por Sebastían Ayazo Peñata
Amaneció
atrapado bajo paredes oscuras; el frío y la soledad cobijaban un ambiente
tenebroso.
Noah Adams,
un niño intrépido, tomó plácidamente una ducha caliente, tanta diversión lo
había dejado exhausto; se preparaba para ir a la cama. Rápidamente, los
pensamientos inundaron su cabeza, esperaba que el resto del fin de semana fuera
tan emocionante como hoy. Sus carcajadas inundaban la habitación, nunca había sido
tan feliz.
El
agotamiento se apoderó de Noah, cayó en un sueño profundo, no sentía ni
percibía nada, yacía tierno y delicado en la cama como un ángel. Verlo dormir era
etéreo.
Una vez dormido,
en la habitación imperaba un silencio abrumador que estropeaba la decoración.
Las paredes estaban llenas de colores y figuras; se podía ver plasmada en ellas
la alegría, reinaba la ilusión y la esperanza. Los juguetes de la habitación
lucían gastados, era evidente que la energía de este niño intrépido había sido
descargada sobre ellos, el uso impetuoso los tenía desarmados, incompletos,
malheridos.
Un
movimiento súbito derrumbó el silencio, Noah saltaba pero aún seguía dormido.
Amaneció de repente y las risas llenaron la alcoba de alegría nuevamente, sólo
se veía un grupo de niños correteando de un lado al otro del parque, la
felicidad colmaba sus rostros, la euforia brillaba como chispas de colores, la
realidad no alcanzaba a describir lo que sucedía. De repente tanta energía se
extinguió, los movimientos cesaron, volvió el silencio y Noah descansaba para
su próximo día.
Amaneció. La
muerte había consumido a Noah y dejó cuatro paredes vacías sin emoción alguna.
Su vida efímera no dio lugar a nostalgias.
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