Por Santiago
Piedrahita Betancur
Alejandra me tomaba de la
mano y me hacía flotar, Alejandra me besaba y me hacía volar. Ella contradecía
toda física, toda ley natural inventaba un paréntesis en su presencia, el mismo
tiempo que a nadie quiere, por ella, pausaba su marcha y a veces incluso dejaba
de caminar. Ah... como me enloquecía, qué importa que cambiara con la marea,
Alejandra siempre se calmaba con mis dedos paseándose por sus cabellos, mi boca
susurrándole al oído un te amo y una buena película en el sofá de su casa. Nos
queríamos, es verdad, nos queríamos mucho, como se quieren la lluvia y el café,
como se quieren los libros y la falta de sueño o como los solitarios y las
canciones tristes. Sin embargo, y como todo en la vida, lo nuestro terminó, ni
el amor se salva de la muerte.
Ella
se fue y yo me quedé. Las millas y las horas, las eternas horas que nos
separaron, al final harían reconocernos irreconocibles, el tiempo había hecho
mella en ambos, y ya concepto y figura no se correspondían, el platónico divino
detalle había muerto y de la mano caminaban recuerdo y nostalgia, anhelando las
horas en que mirarse a los ojos no dolía, porque la fiel memoria, fiel a ella,
engaña y nos oculta los tristes días. Su voz ya no resuena entre otras voces,
se hizo ligera y ha perdido color. Su tacto se fue con la piel que se tostó al sol y se cayó con el
tiempo. Sus besos que me colgaban del techo, los he cambado por otros que solo
me dejan a medio camino. Sus ojos se perdieron entre miles de ojos y los míos
se cansaron de buscarlos. Aun la quiero, no a ella, si no a esa que ya no es,
esa que aun me quiere y que nunca me dejo, esa que me espera ya en otros ojos,
ya en otros labios, ya en otra piel… para que nos podamos amar mejor
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