Por Armando Jose Ealo Otero
- ¡Mañana no amanezco! - Doña Clemencia, a la que todos recuerdan de falda de flores negras, pelo blanco, aretes
largos y camafeo redondo, decidió por cuenta propia cuando morir, y aunque no se suicidó, esas fueron las tres
últimas palabras que dijo. Vivió noventa y tres años, sesenta de ellos meciéndose todas las tardes en la terraza de su
gran casa; de esas mágicas que todavía existen, con amplios jardines internos que a la luz de la luna llena dejan
florecer al instante todas sus rosas y que fueron construidas para adornar la orilla del río San Jorge, un río tan viejo
que si un niño se baña en él, le crece el bigote.
Rafael –Rafo-, fue el acompañante durante los últimos treinta años de la viuda Clemencia de Ricaurte. A ella, antes
de morir, le prometió que llevaría al cura de la parroquia de San Nicolás de la Roca de Cartagena, y sin que los
policías se dieran cuenta, su loro, el más viejo de todos los tiempos; el que no repetía. Curiosamente desde el día
que doña Clemencia la perfumaron con formol, Lorenzo, de cabeza amarilla y cuello pelado, dejó de hablar. Solo
comía algunos granos de arroz cocido revueltos con un poco de leche, y no es para menos, se conocían desde que
ella era una pequeña que a sus escasos ocho años aún le susurraba al tiempo, su amigo imaginario, innumerables
historias fantasmagóricas que le contó su abuela. Muchos dicen que Lorenzo es tan viejo como el mismo San Jorge.
Rafo sabía que era una empresa bastante delicada llevar a un animal silvestre en un baúl oscuro, escondido entre la
ropa, sin que éste se asfixiara; sin embargo, luego de varios picotazos, se puso sus tres punta', su vueltiao’ alon y
salió rumbo a Cartagena. Se tomó en la esquina del parque un peto, y con el buche lleno extendió su mano cogiendo
el bus de los hermanos Castañeda, Ricardo y Ramiro. Subió con su baúl y se sentó en una de las sillas del fondo.
Ricardo era el cobrador pero nunca aprendió a contar la plata, en contraste de Ramiro, que además de ser el chofer
era bastante inquieto en el tema de las apuestas. Mientras Rafo salía del pueblo, el partido de la final del campeonato
de fútbol realizado en Sampués, arrancaba. El bus pasaría por el frente de la cancha recogiendo pasajeros cuando
terminara el partido, y Ramiro, que había sobornado a todos los equipos para que a la final llegaran Cartagena y
Barranquilla, ya tenía su plata ganada, con todas las apuestas que los pueblos cercanos habían hecho a favor de sus
equipos.
Cuando el bus llegó a Sampués, Barranquilla, el subcampeón, lo tomó, con tan mala suerte que a los pocos minutos
los cartageneros, los campeones, también lo hicieron. El ambiente pesaba tanto que se volvía imposible respirar,
todo el mundo callaba, principalmente Rafo, con cara de haber estado en la final y allá en la última silla. Solo se
escuchaba el motor del bus, el rodar de las llantas y hasta la respiración de los jugadores, cuando de la nada, de allá
del fondo, de adentro del baúl café, con ese tono ronco y vibrante que los caracteriza, salió una sola palabra:
"¡Perdedoressss!".
Lorenzo nunca llegó a Cartagena, lo sé porque me lo encontré un fin de semana que me varé llegando a Sampués y
después de 5 años en los cuales nunca me habló, me contó toda esta historia
Me encanta!
ResponderEliminar¡Uff! Brutal
ResponderEliminarUsted ya se ganó un concurso de cuento, no se vale que se gane otro :P
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