Por Maria Isabel Marín Morales
La ciudad guardaba silencio y el aire hostil que solía respirar parecía darle tregua.
Casi podía embriagarse con el olor a hojas verdes y a tierra húmeda que había en
el ambiente. Estaban solas, ella y La Rosa.
Consumida por el desaliento, aún desnuda, se asomó de nuevo por el balcón como
lo habría hecho Julia un año atrás. Sintió vértigo y la invitación al reencuentro. Esta
vez no le suplicó a La Rosa que la liberara de aquella inercia. Saboreó con una
exhalación cada imagen del pasado que parpadeó en su cabeza. Entonces recordó
la nota que había encontrado bajo La Rosa.
“Querida Antonia, sabes que fue suficiente. El tiempo se ha ido, mí tiempo, a cambio
queda el tuyo y queda La Rosa. No te olvido. Julia”.
Ahora, también era suficiente para ella, La Rosa ya no podía detenerla. La idea del
reencuentro la sedujo sin cuestiones. Sin pensarlo más, allí estaba Antonia,
cayendo.
Mientras caía, el viento cálido la cubrió por la cintura, acarició la palma de sus pies
y le hizo un guiño de lejos como saludándola, como despidiéndose, como
queriéndola. Volvió su cara al cielo para no encontrarse de frente con el asfalto. El
impacto no se hizo esperar, apretó con fuerza los ojos, fue un golpe seco, sintió
como si siguiera de largo. Un calor electrizante la extasió desde el coxis hasta la
base del cuello. No vio más. El cielo le cayó encima dejando todo en blanco. He
muerto —pensó—.
Sin embargo, cuando al fin abrió los ojos, ahí estaba Julia, como cada mañana, con
el desayuno listo, un beso en la frente y diciéndole ¡Hola chica!
Maria Isabel, me transportastes a una fresca y deliciosa mañana en Medellín. Un completo transe.
ResponderEliminarCaritoo, que ricoo, gracias por sacarle el ratico :). Un abrazo que llegue hasta tu lat-lon :).
Eliminar¡Maravilloso! No sabes el gusto que me da que tengas también estas habilidades literarias. ¡Un Abrazo!
ResponderEliminarMaria super, todas las sensaciones se experimentan al leer el cuento, un abrazo :)
ResponderEliminarExcelente!!!
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