Los árboles que se caían en las
selvas si hacían ruido, pero no del tipo escandaloso al que estábamos
acostumbrados, el del chirrido de astillas separándose, o de troncos ágiles
cortando el viento en caída libre, incluso no era el de maderos colosales
golpeando la tierra con fuerza. Los humanos por siglos no fuimos capaz de
escuchar ese sonido porque creyéndonos mejores, tratamos de escindirnos del
flujo natural de la vida, y olvidamos el sonido del movimiento eterno del
universo, que es cálido y armonioso, donde cada pieza del engranaje está
perfectamente coordinada para obedecer a un fin, a un propósito conjunto.
Salvo el conglomerado de caprichosos
que hemos nombrado humanidad, todo elemento en la naturaleza se percibe a sí
mismo menos con la diferenciación que lo caracteriza, y más siendo parte del
conjunto que lo circunscribe. Fue por
eso que los árboles dejaron de hablar un día, no tenían nada que decir con
palabras, eran capaz de sentir y comunicarse con el universo a través de su
comunión con todo, no se precisaban palabras cargadas con la intención de
llenar conceptos que no llenaban, para que sirvieran de mediadoras.
Cuando empezamos a cortar árboles casi
por deporte, la naturaleza sufrió con cada derribo pero nos permitió seguir
abusándola, confiada de que un día nos daríamos cuenta de nuestra infinita
ingenuidad… Nos percatamos cuando ya nos habíamos asfaltado el camino hacia la extinción,
cuando la sed de agua empezó a ser más grande que la de poder, cuando las
hambrunas asolaron la tierra y el calor del sol empezó a ser insoportable. Al
sabernos parte de una historia con final preconcebido y conocido nuestros
corazones se ablandaron, la realidad nos cayó sobre la cabeza con el peso
morboso de las consecuencias buscadas. La confirmación de ser prescindibles y
de ser nuestros propios verdugos nos aplastó.
Como consecuencia de la aceptación de nuestra
mortalidad nos fuimos volviendo increíblemente perceptivos, cuando abandonamos
el ego y nos dimos cuenta que no éramos más que un soplo en el universo, empezamos
a escuchar el ronroneo de la naturaleza terrestre que se apagaba. En ese sonido
lastimero, encontramos ecos de otros tiempos que aún se dejan escuchar. De
entre la amalgama de siluetas sonoras no pudimos desprendernos de un sonido que
nos acompañará en la conciencia como el dedo señalador de nuestra culpa hasta
que el último de nosotros cierre para siempre los ojos que concluyan nuestra
especie. Ese sonido que es una queja desgarradora, un grito pausado, una
protesta que nos cala en los huesos, es el llanto jamás escuchado, de los
árboles que fueron asesinados.
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