lunes, 7 de marzo de 2016

EL LLANTO DE LOS ÁRBOLES

Por Ancizar Valencia


Los árboles que se caían en las selvas si hacían ruido, pero no del tipo escandaloso al que estábamos acostumbrados, el del chirrido de astillas separándose, o de troncos ágiles cortando el viento en caída libre, incluso no era el de maderos colosales golpeando la tierra con fuerza. Los humanos por siglos no fuimos capaz de escuchar ese sonido porque creyéndonos mejores, tratamos de escindirnos del flujo natural de la vida, y olvidamos el sonido del movimiento eterno del universo, que es cálido y armonioso, donde cada pieza del engranaje está perfectamente coordinada para obedecer a un fin, a un propósito conjunto.
Salvo el conglomerado de caprichosos que hemos nombrado humanidad, todo elemento en la naturaleza se percibe a sí mismo menos con la diferenciación que lo caracteriza, y más siendo parte del conjunto que lo circunscribe.  Fue por eso que los árboles dejaron de hablar un día, no tenían nada que decir con palabras, eran capaz de sentir y comunicarse con el universo a través de su comunión con todo, no se precisaban palabras cargadas con la intención de llenar conceptos que no llenaban, para que sirvieran de mediadoras.

Cuando empezamos a cortar árboles casi por deporte, la naturaleza sufrió con cada derribo pero nos permitió seguir abusándola, confiada de que un día nos daríamos cuenta de nuestra infinita ingenuidad… Nos percatamos cuando ya nos habíamos asfaltado el camino hacia la extinción, cuando la sed de agua empezó a ser más grande que la de poder, cuando las hambrunas asolaron la tierra y el calor del sol empezó a ser insoportable. Al sabernos parte de una historia con final preconcebido y conocido nuestros corazones se ablandaron, la realidad nos cayó sobre la cabeza con el peso morboso de las consecuencias buscadas. La confirmación de ser prescindibles y de ser nuestros propios verdugos nos aplastó.


Como consecuencia de la aceptación de nuestra mortalidad nos fuimos volviendo increíblemente perceptivos, cuando abandonamos el ego y nos dimos cuenta que no éramos más que un soplo en el universo, empezamos a escuchar el ronroneo de la naturaleza terrestre que se apagaba. En ese sonido lastimero, encontramos ecos de otros tiempos que aún se dejan escuchar. De entre la amalgama de siluetas sonoras no pudimos desprendernos de un sonido que nos acompañará en la conciencia como el dedo señalador de nuestra culpa hasta que el último de nosotros cierre para siempre los ojos que concluyan nuestra especie. Ese sonido que es una queja desgarradora, un grito pausado, una protesta que nos cala en los huesos, es el llanto jamás escuchado, de los árboles que fueron asesinados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario