Por Leonel Alfonso Quiroz Guzman
No
se vanagloriaba de la sutil belleza que la acompañaba. Regresaba, lentamente regresaba
y sola se quedaba. En su trayecto vacilaba, jugueteaba, a sus hermanas no
encontraba; luego erraba. Erraba con movimientos dispares. Se confundía, se
detenía, miraba, corría; ahora caminaba, andaba, yendo se apaciguaba. A nadie
escuchaba. Se debatía con gran parsimonia, mas no con melancolía –incluso con
alegría–, por el camino que escogería, al cual se entregaría para llegar a la
abadía. Tal vez, se distraía; quizá, contemplaría el panorama que avistaría,
pero el camino seguiría. Esta vez intuía, pronto llegaría. Fue una suerte de
epifanía. Al dar unos pasos quebrantaría la inseguridad que cargaría. ¡Qué
exquisita anatomía! Y ninguno la adularía. Curioso sería, ver que se entorpecería
cuando a su destino llegaría. Antes pasaría junto a una planta de judías en frente
de la abadía. Entonces, un hombre saldría (cosa que a ella no le importaría). El
hombre partiría, pero antes se desviaría y se resolvería a recoger el fruto de
aquella judía. Sería allí, donde en un descuido, aquel desconocido, la mataría,
y su historia acabaría… ¡Qué agonía!
Eso
hubiese sido lo que hubiese sucedido si la hubiese afligido acto tan despavorido.
Por fortuna, la pisada que aquel hombre daría, no alcanzaría a doblegar la correría
que aquella hormiga protagonizaría… ¡Quién lo diría!
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